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Reflexiones en torno a tres novelas de Claudia Piñeiro

Del crimen y sus otras muertes

Reflexiones en torno a tres novelas de Claudia Piñeiro

Reflexiones en torno a tres novelas de Claudia Piñeiro

Nadia Contreras

La literatura libera la mirada, nos conduce a un análisis profundo del mundo que nos rodea, su devenir. Hay libros con este propósito. O mejor dicho, autores que tienen como objetivo principal y desde una estrategia innovadora de la narrativa, ahondar en la complejidad del hombre y el crimen hundido en él. Claudia Piñeiro corresponde a este tipo de plumas.

Nació en 1960, en Burzaco, provincia de Buenos Aires. Es contadora, profesión que ejerció durante diez años. Escritora, dramaturga y guionista de televisión. Recibió, entre otros, el Premio Clarín Alfaguara de Novela 2005, el Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Fundalectura-Norma de Colombia, y el Premio ACE 2007 a la mejor obra de autor nacional. Entre sus obras destacan Las viudas de los jueves, Elena sabe, Las grietas de Jara, Betibú y Un comunista en calzoncillos, todas bajo el sello de Alfaguara.

PREGUNTAS EXTREMADAMENTE FILOSAS

Hay en la narrativa de Piñeiro dos pirámides fundamentales: las mujeres y el crimen. No es algo nuevo, la literatura universal posee una lista interminable de mujeres que, en medio de crímenes o no, son intrépidas, arriesgadas, apasionadas, decididas: Madame Bovary, Aura; las mujeres de Ángeles Mastretta, Isabel Allende, Emilio Gamboa, Gioconda Belli, Mario Vargas Llosa, Doris Lessing, Agatha Christie. Piñeiro continúa la tradición, no de moldes o estructuras, sí de presencias.

El argumento de Betibú (Alfaguara, 2011) es sencillo: cuando parece que la tranquilidad ha vuelto a reinar en el country La maravillosa, Pedro Chazarreta aparece degollado, sentado en su sillón favorito con una botella de güisqui vacía a un costado y un cuchillo ensangrentado en la mano. Todo hace suponer que se trata de un suicidio. La mujer de Chazarreta, Gloria Echagüe, había muerto en esa misma casa tres años antes. ¿Acaso algún justiciero habrá querido vengar la muerte de ésta? El Tribuno, le encomienda a Nurit Iscar (conocida como Betibú, como la Betty Boop del cómic), periodista retirada, cubrir el caso junto con Mariano, un joven inexperto, y Jaime Brena, que ahora escribe, en contra de la crónica policial, notas triviales.

Conforme avanza la investigación, nos damos cuenta que, efectivamente, a Pedro Chazarreta lo asesinaron, como a otros hombres poderosos. ¿Qué los une? Una fiesta en la que violaron a varios jovencitos con fuerza bruta. Un crimen, evidentemente. Y sobre éste, las preguntas de Piñeiro son extremadamente filosas. Veamos:

“Un investigador, usted, por ejemplo, cree que descubrió al asesino, pero ¿quién es el asesino? ¿El que desea la muerte de otro, el que la contrata, el que la ejecuta con un degüello, o un tiro, o el método que usted prefiera, el que organiza esa ejecución, el que la planea, el que la encubre, el que cobra por el trabajo? ¿Quién de ellos es más responsable? ¿Cómo es la pirámide del asesinato hoy?”.

El crimen lleva implícitas otras muertes, que inician en el momento de mirar un cuerpo que pende de la parte más alta de la iglesia. Así lo afirma la autora de Elena sabe (Alfaguara, 2007).

“Rita apareció colgada del campanario de la iglesia. Muerta. Una tarde de lluvia, y eso, la lluvia, Elena sabe, no es un detalle menor. Aunque todos digan que fue un suicidio. Amigos o no, todos. Pero por más que insista, o callen, nadie puede rebatirle que Rita no se acercaba a la iglesia cuando amenazaba lluvia. No se acercaba ni muerta”.

María Elena, madre de Rita, tiene Parkinson, o mejor dicho, lo sufre, lo maldice. Tenerlo, implica voluntad para agarrar algo, sostener. Elena se niega a aceptar el «carpetazo» en torno a la muerte de su hija. Exige a la policía, al sacerdote.

La historia está dividida en tres apartados y simboliza las pastillas con levodopa que necesita para disminuir los síntomas de la enfermedad. La sociedad de hoy es Elena, su imposibilidad para moverse, para actuar. Elena, en cambio, saca ventaja de la enfermedad y se pone en pie:

“Abrir los ojos una vez más. La luz es el anuncio de la lucha que otra vez tiene por delante, desde el momento en que trate de levantarse de esa cama, tirando de sus sogas hasta que su espalda muerta se despegue de la sábana arrugada, apoyar ambos pies sobre la baldona fría, tomar envión para tratar de levantarse, arrastrar los pies en dirección al inodoro donde tratará de sentarse para orinar, bajarse la bombacha, orinar, intentar levantarse, levantarse”.

Desde un narrador testigo cercano al omnisciente, desde la tercera a la primera persona, Claudia nos revela las muertes que provoca el crimen, pero también las muertes impuestas. En Elena sabe, a Isabel Mansilla se le obliga el embarazo y el nacimiento de su hija Julieta. La escena es la siguiente:

“Nunca estuve enamorada de mi marido, sabe, nos casamos vírgenes los dos, las primeras noches no pude abrirme para hacer el amor con él, no pudimos, recién tres meses después de casados lo logramos, con violencia, él me abría las piernas y decía, las vas a abrir, como sea las vas a abrir, tuve moretones por varios días, y dolor, un dolor que duró mucho tiempo, no fue sólo esa noche, siguió hasta que quedé embarazada […] me tuvieron controlada los nueve meses de embarazo”.

Rita, porque sí -no hay conocimiento de la una y de la otra, sólo una calle y la puerta de la casa de Olga que practica el aborto- arrastra a Isabel a donde el marido; éste la mantendrá presa hasta el alumbramiento. El propósito se entiende y oculta la relación homosexual con el padrino de Julieta, su hija. Isabel desea la muerte de Rita con todas sus fuerzas porque ella, está muerta. “A su hija la maté yo”, confiesa a una Elena que apenas corresponde a los cariños de un gato. Isabel habla de una muerte figurada.

EL CRIMEN NOS VUELVE CÓMPLICES

El crimen es complicidad. Tuya (Alfaguara, 2008), relato largo o novela breve, es intensa: un corazón dibujado con rouge, cruzado por un “te quiero” y firmado “tuya” le revela a Inés que su marido, Ernesto, la engaña. No hay un país de fondo, pero sí una familia como cualquier otra, la relación que hay entre los integrantes, el papá, la mamá, la hija; sus quiebres, las apariencias. Y, posteriormente, las alianzas donde los sentimientos sobran. El crimen está a punto de ocurrir:

“Salí detrás de él, me subí a mi auto y lo seguí. […] Fue a los bosques de Palermo y estacionó justo al lado. Yo apagué las luces para que no me viera. […] Era Alicia, su secretaría […] Ella se le acercó y se le prendió del cuello. Lo quiso besar, pero él la apartó. Ernesto parecía enojado. Discutieron. Ella lloraba y lo abrazaba, él estaba cada vez más furioso. […] Ella insistió y él terminó empujándola. Con tanta mala suerte que fue a dar justo con la cabeza en un tronco que había en el piso, y se quedó seca. […] Entonces me fui a casa, era lo más sensato”.

Inés hará todo lo necesario para cubrir el crimen. Es víctima y victimaria. Pero, ¿qué importa serlo en el corazón del hogar si ante la sociedad siempre somos otros? Ésta es la pregunta clave de la novela.

La obra de Claudia Piñeiro es incómoda, más aún si optamos por quedarnos inmóviles frente a la vida que se quiebra. Al destino nos corresponde tomarlo por el frente. Lo contrario es la muerte -contratada y ejecutada- o esas otras muertes demasiado cerca.

Correo-e: nadiacontrerasavalos@gmail.com

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