Las democracias representativas sufren de un pernicioso problema de lo que en economía se conoce como selección adversa: los ciudadanos mejor preparados para gobernar son los menos probables en buscar un puesto público. En consecuencia, si la gente sólo puede elegir entre candidatos bribones, sin duda que acabarán eligiendo a un bribón.
En general, las personas con el mayor incentivo para buscar un puesto público no son las más honestas y más preocupadas por el bien común. Esta es la realidad, opuesta a la versión idílica de un gobierno benefactor compuesto por personas altruistas y desinteresadas, con la que nuestros políticos quieren convencernos cuando abusan de los medios masivos de comunicación.
No debe extrañarnos, por tanto, que en México el gobierno desperdicie recursos y esté compuesto, en mucho, por personas que no han sobresalido en campo alguno, salvo la política, y que por su capacidad no encontrarían un mejor empleo en el sector privado.
Esta visión describe a la gran mayoría de las personas (hay, claro, sus excepciones) que integran los distintos niveles de gobierno en nuestro país. Lamentablemente, estamos en sus manos para decisiones que son cruciales para mejorar el nivel de vida de la población.
La mala calidad de nuestros gobernantes y sus políticas públicas se aprecia en que mientras la burocracia y la injerencia del gobierno han crecido en este siglo, la criminalidad ha aumentado y el desempeño de la economía ha dejado mucho que desear.
En efecto, mientras que entre 2001 y 2013 el número de empleados públicos pasó de 4.812,105 a 5.273,441 y el gasto del Gobierno subió del 22.8 al 26.0 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), el crecimiento promedio de la economía fue de tan sólo 2.1 por ciento, cuando entre 1988 y2000 registró un avance del 3.7 por ciento en promedio anual.
Uno pudiera decir que si fortalecemos la calidad de nuestro proceso democrático las cosas podrían ser mejores. Ese se supone ha sido el objetivo de las varias reformas políticas en México. Es posible que actualmente, cuando se discuten nuevas normas para el ejercicio político, muchos ciudadanos abriguen la esperanza de que haya un avance notable en la administración pública. Lamentablemente, los cambios discutidos como el nuevo nombre para el árbitro electoral, más transparencia en el gasto con fines de promover la imagen de los políticos y la reelección en ciertos cargos, no significan el desmantelamiento del control partidario, como lo prueban las trabas para las candidaturas independientes, ni la disminución del gobierno.
Más grave aún es que en ninguna parte se contempla un mayor control sobre el tamaño de la burocracia, la aplicación de medidas severas contra la corrupción, la transparencia en la asignación de la obra pública, así como sobre el patrimonio de los candidatos y funcionarios públicos. Esas acciones ayudarían sin duda a mejorar la calidad de nuestros gobernantes, pero no necesariamente se traducirían en mejores políticas públicas.
Ilya Somin, en su libro "Democracy and Political Ignorance: Why Smaller Government Is Smarter" presenta bastante evidencia en cuanto a que, a pesar de que Estados Unidos cuenta con medidas mucho más estrictas que las nuestras respecto al problema de la corrupción y la transparencia de los patrimonios, eso no corrige el problema de que la mayoría de los electores carecen siquiera del conocimiento básico para hacer una elección informada.
La ignorancia de los electores no es particular de ciertos países y culturas, es más bien un problema universal. Los electores no analizan los programas económicos y sociales de los candidatos ni sus plataformas electorales, como tampoco conocen a la mayoría de sus representantes en el Congreso.
Esto no se corrige con cursos de civismo o de educación en asuntos financieros y económicos, puesto que ello no elimina los sesgos ideológicos, o la simpatía por las medidas populistas con los que la gente aborda los diferentes temas.
En México, mientras prevalezca la corrupción y la opacidad, ese problema es todavía más grave. En consecuencia, la reforma política que se discute en el Congreso es poco probable que lleve a mejores gobernantes y a buenas políticas públicas. En esta situación es todavía más relevante para nosotros la solución que propuso Gary Becker hace muchos años y que ahora propone Somin para EU: reducir el tamaño y la injerencia del Gobierno en la economía.
Mientras eso no suceda, el consuelo de nuestra democracia lo sintetiza Arnold Kling, en su artículo "Exit, Voice and Ignorance", al afirmar que apoya la democracia no porque posea cualidades milagrosas sino porque "proporciona a los ciudadanos un medio pacífico de cambiar a las personas en el Gobierno".