El deterioro generalizado que padecemos en México, que se pone en evidencia escandalosa en la corrupción del sector público y la debilidad de nuestras instituciones, ha originado una dinámica de reconocimiento en el sentido de que todos hemos fallado, lo mismo el gobierno que la sociedad y los diferentes partidos políticos, así como la Iglesia, la familia y las instituciones educativas.
Cada vez son más las voces que desde distintas tribunas llaman a reconocer el origen de los males de nuestra vida pública en las entrañas de nuestra propia conciencia, ya que la voluntad es el motor de las actitudes y de las conductas humanas.
Por otra parte resulta obvio que la corrupción que nos carcome y el desorden que trastoca el orden social no viene de la estratósfera ni del espacio exterior, sino que surge de nuestro interior y se propaga por vía de nuestras propias acciones y omisiones.
Este reconocimiento es saludable en la medida en que constituye la condición indispensable para emprender también de adentro hacia afuera, un proceso de conversión que para el caso de que ya no fuéramos capaces de procurar el bien de manera desinteresada, al menos lo hagamos por razones de estricto cálculo convenenciero, en aras de nuestra supervivencia como individuos y como especie.
No obstante sus beneficios, el reconocimiento de culpa generalizado nos pone en riesgo de hacernos dar un giro de trecientos sesenta grados que nos mantenga en nuestra actual indolencia, y fortalezca hasta justificar la impunidad, porque al fin y al cabo si todos somos culpables, de nadie es la culpa.
Esta actitud también puede llevarnos a reforzar nuestra apatía cívica porque partiendo de la falsa premisa según la cual "todos son iguales…", para descalificar a los distintos protagonistas de nuestra vida pública y del sector privado, corremos el riesgo de que el bosque no nos deje ver los árboles y de perder la oportunidad optativa de apoyar a las personas y a las iniciativas que valen la pena, propiciando que los factores negativos que están apoderados de nuestra vida pública, se consoliden a perpetuidad.
Lo anterior viene a cuento en relación a la homilía del Cardenal Norberto Rivera pronunciada en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México el domingo pasado, en la que aseguró que los partidos han decepcionado a la sociedad mexicana, lo que en boca del prelado católico de más alta jerarquía en el país, con intención o sin ella constituye un revire del Clero en contra de los reclamos históricos justificados o no, hechos desde la política en contra de los hombres de la Iglesia.
Nuestra posibilidad está en mejorar de modo gradual en base a decisiones acertadas tomadas sobre alternativas concretas, por lo que de no existir opciones que nos satisfagan tendremos que generar otras por nosotros mismos o decidir sobre las que nos ofrece el entorno, llámense partidos, gobiernos, Iglesia, familia, etcétera. El único camino es el de asumir nuestra propia responsabilidad y trabajar en exigir la responsabilidad ajena, en el entendido de que mientras más exijamos a los otros más nos será exigido, porque está escrito: Con la misma vara que midiereis seréis medidos.
En esta tarea tienen responsabilidad especial aquellos que por razón de talento o disposición de recursos materiales y espirituales son privilegiados y poseen una vocación de liderazgo, a quienes el pensador universal José Ortega y Gasset se refiere con el nombre de minorías selectas. Individuos que se encuentran insertos en todos los estamentos de nuestra sociedad; el sector productivo empresarial, las asociaciones profesionales y religiosas, los gremios y sindicatos, los organismos no gubernamentales, los gobiernos, los partidos, etcétera.
La exigencia de la responsabilidad no es cosa de echar culpas a diestra y siniestra, sino de razonar para determinar e imputar la responsabilidad específica que corresponde primero a nosotros mismos, y enseguida a cada ciudadano, organismo de la sociedad, comunidad natural intermedia u órgano de gobierno en sus distintos niveles y funciones.
Una vez hecho lo anterior podremos exigir resultados idóneos a cada cual y pedir la aplicación de sanciones institucionales y si esto no da resultado por cualquier causa, aplicar sanciones sociales y políticas, mediante la participación cívica, la movilización y la acción directa todo ello, dentro del respeto que por elemental norma de convivencia, nos merece el orden jurídico.