Roald Dahl: literatura del mal para niños
The Witches (Las Brujas) es un manual de supervivencia para el espíritu infantil. La obra del galés, un Rolling Stone para preadolescentes, fue llevada a la pantalla con buena fortuna, aunque las diferencias entre libro y película hacen pensar en una noche pintada de blanco.
Una imagen desconcertante se mueve en el cuadro. Es el dibujo de una pequeña que se parece mucho a una niña desaparecida hace unos días. Se ve en la pintura, dentro de la granja o junto a los patos. Lo más increíble del asunto es que, conforme pasa el tiempo, la pequeña del cuadro se va haciendo mayor mientras la ausencia de la otra persiste, quizá porque ya apareció y su destino no es nada envidiable, atrapada en esa prisión de tela, siempre observando a los que todavía viven en el mundo que ella abandonó.
Tan escabrosa escena fue concebida por Roald Dahl para el libro The Witches (Las Brujas), publicado en 1983. Habrá quienes tengan en la memoria al cuadro y a la niña de la adaptación cinematográfica de 1990, dirigida por Nicolas Roeg, con Anjelica Huston en el papel de la Gran Bruja.
Hablar de un libro y de su adaptación al cine siempre tiene algo de injusto. Traducir las palabras a imágenes es el trabajo del lector, de manera que hay tantas lecturas de una obra como lectores de la misma. Y no sólo eso, porque releer un libro es parecido a redescubrirlo o, cuando menos, a encontrar en él cosas que a primera visita se mantuvieron al margen. Concedamos que con las películas el mecanismo es similar, lo cual no es nada descabellado. Hay fotogramas inolvidables y elementos del montaje -nuevos aciertos o nuevos errores- que no se hacen notar hasta la segunda o tercera reproducción.
The Witches pues, tiene esas dos vertientes. La premisa es muy simple: el encuentro casual entre un niño y una convención de brujas, el plan de la Gran Bruja para erradicar la sucia presencia de los infantes, la aparición de los niños-ratón, desenlaces distintos, uno feliz y otro mejor.
DAHL PARA MENORES
Descubrir la obra de Dahl es también comprender el porqué de los cambios hechos para la película.
Las situaciones que plantea son un asunto que debería llevar consigo la leyenda: “No se lea sin la supervisión de un adulto”. Afortunadamente, la única clave que ofrece la traducción al español es algo como: “Léase a partir de los diez años”. De lo contrario, un padre sumamente responsable podría prohibir su lectura hasta que el infantil lector tenga su credencial del Inapam (Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores).
“¡A los niños hay que destrruirr, herrvirr sus huesos y su piel frreírr! ¡Desmenuzadlos y trriturradlos, estrrugadlos y machacadlos!”, esa es la filosofía de la Gran Bruja de Dahl, sin mucho parecido, físicamente hablando, a la Huston.
Un telescopio al revés, cuarenta y cinco ratones pardos con los rabos cortados, un despertador, un huevo de pájaro gruñón, la garra de un «cascacangrejos», el pico de un «chismorrero», la trompa de un «espurreador» y la lengua de un «saltagatos» son los ingredientes principales, aunque no los únicos, de un preparado maléfico diseñado para hacer realidad el sueño de las brujas: un mundo sin niños.
La exhibición que se hace en la película le hace justicia a la viñeta mental que produce el libro: con la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños, reunida para atestiguar el gran descubrimiento de la Gran Bruja, el insoportable niño Bruno pasa del desdichado papel de conejillo de indias al de ratón glotón. La fórmula es un éxito aunque el abundante humo nos oculte buena parte de la transformación.
Afortunadamente, una de las primeras versiones en agotarse es la cinematográfica, que resulta casi tan agradable como leer algunos pasajes de Dahl. El filme de Roeg es un buen recuento, aunque insuficiente.
LAS LECCIONES DE UN GALÉS
El problema con la literatura «infantil» de Dahl es el parecido del narrador galés con el cuentista de Saki, aquel personaje que se deleita relatando a unos pequeños niños una historia sobre los perjuicios de la bondad; en contraparte, ofrece al lector formado y al informal la oportunidad de sorprenderse gratamente con una forma distinta de narrar una aventura para «niños» dispuestos a enfrentarse con el mal párrafo a párrafo.
Un mérito de la obra es que no enmascara la dolorosa realidad a la que puede enfrentarse un ser humano desde muy corta edad. Las Brujas no son solamente señoras calvas de pies cuadrados y un infierno en la mirada, también son vecinos que le ponchan el balón a los pequeños futbolistas para erradicar el juego, maestros que le pegan a sus estudiantes por un sentido demoníaco del deber, los padres que mantienen a sus hijos encerrados en un cuadro del que no pueden salir salvo al momento de su muerte, y acaso ni siquiera en esa circunstancia: “Rratones muerrtos porr todas partes, grracias a nuestrras perrverrsas arrtes”, aunque con las brujas nunca se sabe.
Las brujas de verdad acechan a los niños de todas las edades, se alimentan de su inocencia, de su curiosidad y de su facilidad para la alegría; las brujas de verdad no descansan hasta exprimir la vida del niño y dejar un hueco, frío, cascarón llamado adultez, con su tendencia al hastío y al aburrimiento.
Sin embargo, los finales de Dahl no son los de Hollywood. Cuando el fin se presenta no causa sorpresa la forma en que llega: la última lección de Roald Dahl es que hay males irreversibles y que la felicidad depende en buena medida de las decisiones que se toman a partir de un hecho irremediable.
Un autor que te obliga a pensar en esas cosas no es simplemente malo o bueno, es diferente. En el camino a la oscura iluminación, la prosa del galés nos hace obsequios como: “Su voz tenía un sonido metálico y raspante, como si tuviera la garganta llena de alfileres”.
EL BRILLO DE LA IMAGEN
La cinta tiene un maquillaje y unos efectos especiales que aun en estos tiempos de computadoras y pantallas verdes, son buenos y, para aquellos espectadores ya creciditos, entrañables. Si bien fue hecha bajo la mirada de Roeg, la función visual fue supervisada por la productora de Jim Henson. Otros trabajos de la marca Henson que valen la pena son The Storyteller, serie de televisión de los ochentas, y Labyrinth con David Bowie.
Los momentos oscuros de la producción, recuerdan a otras películas de corte infantil que reclaman a gritos adjetivos como «siniestro» o «perturbador», como aquella secuencia de Dorothy en el manicomio, en el inicio de Return to Oz, o el paseo de Jennifer Connelly por el set basado en una obra de Escher en Labyrinth.
Las actuaciones de Anjelica Huston y de Mai Zetterling como la Abuela, son de lo mejor, también aparece Rowan Atkinson en un papel pequeño pero suficiente para mostrarnos su cara de chiste. Las escenas del congreso y de la cena de las brujas tienen el encanto de un buen hechizo de entretenimiento.
Sin embargo, la vocación de la productora de Jim Henson por el cine familiar con final feliz, tuerce la lección que se anuncia desde el inicio del libro.
PÍNTALO DE NEGRO
Describir al Roald Dahl de The Witches requiere de un símil altamente discutible. El atrevimiento resultará afortunado si algún lector coincide: el escritor galés es un Rolling Stone para niños y por eso los adultos pueden disfrutarlo. Píntalo de negro, parece decirle a quien abre este volumen de casi doscientas páginas que se van como un concierto, que nos convence de sentir cierta simpatía por el mal.
Algo que el escritor galés olvidó advertir, y es del todo innecesario que lo diga, pues dedicó su obra a ello, es que la magia existe y está hecha de palabras, de conjuros que producen efectos como transformar a un lector en el ser temeroso que quisiera ver a sus personajes favoritos salir indemnes del relato. Con Roald no lo consiguen, no del todo.
El análisis de la evidencia hace obligado creer en la existencia de los brujos de la literatura. Dahl es uno de ellos.
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