Enlazado con el tema de la productividad que hay que separar de la meta de aumentar producción, el aumento del salario mínimo aparece en las primeras líneas de los diarios para incitar confusas discusiones. Evitando retórica y con sentido de realismo, el subsecretario del Trabajo pidió en el coloquio reciente organizado por la Cepal y el Distrito Federal no politizar el asunto.
Es un hecho que el salario mínimo que formalmente rige en México es ficticio en cuanto no guarda relación alguna con el poder de compra que necesita una familia obrera para adquirir los artículos y servicios que sustentan un nivel decoroso de vida.
El salario actual de 67 pesos diarios es apenas un 66% del umbral de pobreza que prevalece en América Latina. Más aún, en los últimos años veinticinco años ese ingreso ha perdido más del 75% de su valor adquisitivo. Poco se menciona el salario mínimo en las negociaciones laborales. Según la Comisión de Salarios Mínimos alrededor del 52% de la población económicamente gana menos de dos salarios mínimos, es decir menos de 4,000 pesos mensuales. Más del 30% de la PEA trabaja en el sector informal. Afortunadamente las percepciones de muchos de los trabajadores andan por tres o más salarios mínimos.
El que el gobierno haya encontrado en el salario mínimo una medida útil para algunos actos administrativos como cobros o multas es incidental y que debe eliminar esa costumbre.
Lo que es dañino a los intereses obreros es seguir insistiendo en vincular el aumento del salario mínimo con productividad cuando hay que entender que el objetivo central del concepto de productividad es extraer más unidades de producto por unidad de salario pagado. En todos los tonos se declara la importancia de la productividad, hay hasta comités de productividad, descartando que el fin sustantivo de una actividad está en producir artículos o servicios. El método que se emplea es adjetivo.
Se alega, por ejemplo, que hay que aumentar la productividad en México para poder competir con éxito frente a los productores de otros países, siendo China un ejemplo favorito, cuando lo que nos llega de allá y nos afecta es la marejada física de productos, no el modo de fabricarlos.
Es irónico, por cierto que, simultáneo a la baja de rendimiento por trabajador medido en barriles de petróleo, Pemex haya otorgado recientemente un bono de productividad. A este grado el abusado término "productividad" se convierte en baladí. Pero el tema central es inevitable: una mayor productividad divide el pago al trabajador entre más unidades de producto obtenido por unidad de esfuerzo. "Productividad" y aumento de retribución son pues antinomias. El aumento de las unidades producidas por unidad de esfuerzo debiera generar una mayor ganancia proporcional por unidad de esfuerzo al trabajador. No es así.
Otra faceta de la discusión sobre el salario mínimo está en que la remuneración al trabajo lo desembolsa el empleador y no el estado o los legisladores que se lanzan a la noble tarea de fijar el mínimo legal y, encima, decretarlo, cuando sin intervenir el gobierno, el asunto de hecho lo resuelve la relación obrero-patronal. De situarse en el ámbito de la ética o moral social y realizar una meta de solidaridad, habrá que llegarse a un salario mínimo justo que cubra necesidades de alimentación, habitación, salud, educación, recreo y seguridad.
Sumar esos componentes significaría, en términos actuales mexicanos, en más de los cuatro salarios mínimos que ya una proporción importante de los trabajadores formalmente registrados del país ya perciben. Habría que indexar tal salario mínimo al aumento inflacionario, no pasado sino previsible.
Preguntar en consulta ciudadana si es deseable aumentar el actual salario mínimo formal invitará la inevitable respuesta afirmativa que se identifica con el paradigma de democracia social que figura en todos los partidos políticos del país y del mundo. A los empresarios que cubren las nóminas irá el mensaje.
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