Primero fueron las leyes que bajo el pretexto de regular el uso de armas contra manifestantes, permitían el uso de armas letales para contenerlos; pero en los últimos meses, al margen de la existencia o no de estas legislaciones, son las represiones con armas letales las que se empiezan a generalizar.
El 9 de julio los policías poblanos ocasionaron la muerte del menor José Luis Alberto Tehuatlie, de 13 años, víctima de los daños cerebrales que le causó el impacto en el cráneo de un contenedor de gas lacrimógeno, según determinó la Comisión Nacional de Derechos Humanos en septiembre pasado; esto obligó al Gobierno del Estado de Puebla a integrar una fiscalía especializada para integrar la averiguación previa para identificar a los responsables de las lesiones, pese a que en una primera instancia la procuraduría estatal había responsabilizado a los mismos manifestantes de haber causado la muerte del menor con uno de los cohetones que lanzaron.
Y el pasado viernes fue la Policía Municipal de Iguala, Guerrero (según afirma la Procuraduría de Justicia del Estado de Guerrero, que exonera de toda responsabilidad a los cuerpos de seguridad estatales y federales) la que abrió fuego en contra de los estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, que habían tomado autobuses urbanos para regresar a su lugar de residencia, tras haber solicitado el apoyo de los habitantes de Iguala en los principales cruces viales de dicho municipio.
El ataque de los policías provocó la muerte de tres estudiantes y más de una docena de heridos (en otro incidente abrieron fuego en contra de un autobús que transportaba al equipo de futbol Los Avispones, provocando la muerte del chofer y dos jugadores); pero hasta el momento se encuentran desaparecidos otros 43 estudiantes, que según las declaraciones de otros estudiantes fueron subidos a patrullas de la Policía Municipal y trasladados a un lugar desconocido. El saldo final fue de seis muertos; 25 heridos y 43 desaparecidos.
El procurador de Guerrero, Iñaky Blanco Cabrera, reconoció en conferencia de prensa: "Es indudable que existió un uso excesivo de la fuerza…no hay justificación alguna para que hayan hecho uso alguno de armas de fuego y en ese sentido fincaremos responsabilidad de tipo penal contra estas personas". Añadió que 16 de los 22 policías municipales detenidos en relación con estos hechos dieron positivo en la prueba de rodizonato de sodio que determina que sí dispararon armas de fuego.
Hasta el momento hay la certeza que fuerzas de seguridad abrieron fuego contra la población civil, la razón para ello fue que los normalistas se habían apoderado de los autobuses y es de suponerse que la agresión contra el equipo de futbol del Municipio fue una confusión, pero eso muestra que abrieron fuego sin siquiera lanzar un aviso previo ni tener la seguridad de que se trataba de los normalistas.
En este caso ni siquiera se trataba de manifestantes, eran estudiantes que sin duda habían cometido un delito al apoderarse por la fuerza de los autobuses para regresar a su destino, pero que iban desarmados y, de acuerdo a la información que se ha proporcionado hasta el momento, no causaban destrozos ni alteraban el orden público. Las fuerzas de seguridad debían actuar para restituir los vehículos a sus dueños y detener a los responsables de la toma de los vehículos para consignarlos a las autoridades correspondientes, pero no hay ninguna justificación para utilizar las armas de fuego en su contra.
La reacción de las fuerzas del orden público muestra la propensión a reprimir con fuerza desmedida cualquier tipo de manifestación pública, en este caso quizá ya bajo el prejuicio de que se trataba de los normalistas de Ayotzinapa que el 12 de diciembre de 2011 bloquearon la Autopista del Sol, lo que provocó el desplazamiento de policías estatales, ministeriales y federales para desalojarlos en un operativo que provocó la muerte de dos alumnos.
De las leyes se pasó a los hechos y, nada más en los últimos 90 días, han cobrado la vida de siete personas (suponiendo que los 43 desaparecidos son encontrados con vida), de las cuales al menos cuatro (el menor en Puebla; y el chofer y los dos jugadores en Iguala) eran totalmente ajenas a los hechos que las fuerzas de seguridad pretendían controlar. Y, nuevamente, la responsabilidad se atribuye a los policías y los oficiales y sus jefes quedan totalmente libres de cualquier responsabilidad.
Era muy preocupante que los legisladores estuviesen criminalizando la protesta social y avalando el uso de armas letales para reprimir a los manifestantes; pero el que se generalice el uso de las mismas por parte de la fuerza pública es angustiante. Se pasó de la posibilidad de ser privado de la libertad, agredido o herido por demandar la vigencia de los derechos fundamentales, a la certeza de que protestar puede ser motivo suficiente para ser abatido por la artillería de las fuerzas de seguridad.
Por supuesto que las personas que accionaron sus armas contra el menor de edad, los estudiantes y los civiles que perdieron la vida, deben ser juzgados por ello; pero también deben abrirse investigaciones penales en contra de sus jefes, que son quienes dieron las órdenes o han creado las condiciones necesarias para que prolifere el uso desmedido de la fuerza. Los policías no son los únicos responsables de la pérdida de estas vidas humanas, también lo son los oficiales que ordenaron o participaron en los operativos y las autoridades superiores, por acción, omisión, negligencia o incapacidad.