¿Qué es lo que hace que un hombre se convierta en un enemigo público? ¿Su inteligencia? ¿Su perversidad? ¿Sus vicios? ¿Su deslealtad? ¿Su ambición? O, más allá de sus cualidades y defectos personales, ¿la permisividad de la sociedad en donde se desenvuelve? ¿La debilidad del aparato del Estado que lo dejó crecer hasta convertirse en un peligro social?
Toda proporción guardada, la entrega del extesorero de Coahuila, Javier Villarreal, a las autoridades estadounidenses y la detención del líder del Cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, mueven a la reflexión sobre la condiciones subjetivas de un individuo y las condiciones objetivas de un Estado que propicia el desarrollo de potencias criminales.
A simple vista, nada en común parecen tener ambos personajes. Pero una mirada más amplia y detenida puede llevarnos a pensar que -insisto, toda proporción guardada-, los dos casos tienen algo en común. La plaga y la maleza proliferan en las parcelas descuidadas. Su nocividad sólo puede desarrollarse en los espacios que le son propicios.
Como es del conocimiento público, Guzmán Loera creció en medio de la pobreza en Sinaloa cuando el narcotráfico ya era una actividad económica de primer orden. No es casual que de esa tierra haya surgido la mayoría de los principales nombres del hampa mexicana: Ernesto Fonseca, Rafael Caro Quintero, Ismael Zambada, Juan José Esparragoza, Ignacio Coronel y Miguel Ángel Félix Gallardo. Bajo la tutela de este último, quien lideraba el Cártel de Guadalajara, Guzmán inició en los ochenta una carrera delictiva que lo llevó a convertirse en el criminal más buscado del mundo.
Luego de la captura de su padrino en 1989, fundó el Cártel de Sinaloa, agrupación que a la postre se volvería en un verdadero imperio criminal, a decir de muchos, el más grande del orbe entero. En 1993 fue detenido en Guatemala y recluido en el penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez, Estado de México bajo una condena de 20 años por los delitos de asociación delictuosa y cohecho.
Dos años después fue trasladado a la prisión federal de Puente Grande, Jalisco, de donde se fugó en 2001 con la ayuda del cuerpo de custodios del lugar. Desde entonces su poder no dejó de incrementarse y su nombre fue elevado a la categoría de leyenda gracias a un aparato de propaganda que lo hace ver como el "capo bueno" o "el menos malo de los capos". Su reaprehensión el sábado 22 de febrero de 2014 es apenas el inicio de otro capítulo de la trama.
La historia de Javier Villarreal sigue una ruta distinta. Creció en Tamaulipas en un entorno familiar que le dio las posibilidades de estudiar una carrera en una universidad de prestigio. Su trayectoria en el servicio público comenzó en su estado natal, en el equipo de Alfredo Sandoval Musi, subsecretario de Egresos del gobierno de Tomás Yarrington (1999-2004), este último acusado de lavado de dinero por la agencia antidrogas de Estados Unidos, la DEA.
De ahí brincó a Coahuila en donde, según reportes periodísticos, comenzó a trabajar en proyectos del DIF Municipal de Saltillo cuando Humberto Moreira era alcalde (2003-2005). Cuando éste fue electo gobernador para el período 2005-2011, fue nombrado subsecretario de Programación y Presupuesto de la Secretaría de Finanzas que en ese entonces era encabezada por Jorge Torres López, a la postre gobernador interino y hoy prófugo de la justicia estadounidense bajo los cargos de fraude bancario y lavado de dinero. A partir de entonces, la carrera de Villarreal fue en constante ascenso.
En 2008 relevó a Torres López en la Secretaría de Finanzas y dos años más tarde fue puesto a la cabeza del Servicio de Administración Tributaria del Estado de Coahuila, entidad que concentró todas las facultades en el manejo de los recursos públicos del gobierno estatal. En 2011, luego de meses de controversia por el incremento exponencial de la deuda de Coahuila, que alcanzó los 36 mil millones de pesos tras la contratación opaca de créditos por 22 mil 400 millones en 2010, fue removido del cargo.
En ese mismo año, se le fincan cargos por simulación de actos jurídicos en la contratación de créditos hasta por cinco mil millones de pesos con documentación falsa. La Auditoría Superior del Estado, en su informe de cierre de sexenio, reveló que 18 mil millones de pesos en créditos fueron contratados sin la autorización del Congreso. Las cuentas públicas del gobierno de Humberto Moreira y Jorge Torres no establecen el destino de 18 mil millones de pesos. Con todo esto, la LVIII Legislatura del Congreso local avaló la reestructuración de la deuda de Coahuila.
Luego de estar dos años prófugo, el miércoles 12 de febrero de 2014, Javier Villarreal se entregó a las autoridades de Estados Unidos para enfrentar un proceso penal por fraude bancario, lavado de dinero y actividades relacionados con el narcotráfico.
Aunque con historias en apariencia muy distintas, en ambos casos la atención se ha centrado hasta ahora en las capacidades de los protagonistas para burlar la ley y poner en jaque la premisa de la existencia del estado de derecho en México. La entonces Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) en el gobierno de Vicente Fox, atribuyó a la inteligencia de Guzmán Loera la imposibilidad de detenerlo. La tesis que supone el actuar de la Procuraduría de Coahuila en el caso Villarreal es que éste fue lo suficientemente hábil para engañar a los poderes Legislativo y Ejecutivo, incluyendo al propio gobernador Humberto Moreira.
Estos supuestos basados exclusivamente en las potencialidades de los involucrados, lejos de contribuir a mejorar las condiciones para evitar el surgimiento de otros personajes similares, dejan la puerta y las ventanas abiertas. Joaquín Guzmán Loera y Javier Villarreal, cada quien en sus esferas de actuación, aprovecharon las debilidades del Estado mexicano para causar un daño a la sociedad. Es peligroso ver en la detención de ambos el final de un proceso, cuando apenas es el principio. Si se quiere comenzar a construir instituciones más fuertes con la finalidad de que la historia no se repita, es necesario, por una parte, indagar sobre la existencia de la red de corrupción y complicidad que permitió que tantos hilos se movieran, y, por la otra, trabajar en llenar los grandes huecos del Estado por donde se han perdido miles de vidas y millones de recursos públicos. Al final, ambos casos no son más que síntomas de un mismo cáncer.
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