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Yo quería hablar de la primavera…

ADELA CELORIO

Y de la forma en que mi sangre se alborota con la aparición de los primeros brotes verdes de las semillas que acuno el dos de febrero de cada año y cuido como bebés hasta que despuntan en marzo. Quería hablar de lo grato que resulta despojarnos del abrigo para sentir de nuevo la caricia del sol y del aire en el cuerpo. Permitir que el retozo de las aves y el obstinado jolgorio de las jacarandas nos contagien su alegría. La exuberancia de la primavera me renueva y me vuelvo a sentir aquella joven llena de energía y de fe que alguna vez fui. Dejo de ser la gata echada que soy en invierno para convertirme en una inquieta ardilla; y como dejara dicho William Wordsworth: "Cada instante es más grato que el precedente/ y en el aire flota una bendición". Después de todo, la primavera es el único lujo que sólo cuesta nueve meses de espera.

Y sí, hoy tenía la intención de tejer un ramillete de petunias; pero resulta que recibo un correo que me bajó de la nube en que andaba, para aterrizarme en la pura y dura realidad. Esta vez no soslayaré la respuesta que ante mi incapacidad y la frustración de no encontrar una propuesta mínimamente satisfactoria, voy difiriendo a sabiendas de que el después llega con sus propios afanes y no deja tiempo para mirar hacia atrás.

Sigo sin tener algo que ofrecer al maestro que me escribe, pero al menos puedo darle voz para que los pacientes lectores lo escuchen: "No es justo y parece imposible que en pleno Siglo XXI aún existan personas que no conocen el cine. No es posible que me pregunten mis alumnos: ¿profe, cómo es un cine? Que a mis políticos se los lleve la que los trajo. Señora: imagínese nada más que estamos en la era de la tecnología y no, no es justo. Pregunto: ¿Señor Peña Nieto ¿qué diantres pasa? ¿Y la justicia social y todo lo que vociferan en sus discursos? -Que estamos a la par de los países avanzados, que ya vamos para las Tics que volamos, ¡no, no, no! Tienen catorce y quince años mis alumnos y en toda su triste vida no han visto una película. Señora, ¿lo cree usted justo? Y nos quieren evaluar como en Suecia, Suiza y Finlandia? ¡Por Dios!, ¿qué les pasa? Por lo pronto me he propuesto hacer un ahorrito, y después de hablar con los papás, escogeremos una película apropiada que deje a mis alumnos algo para su vida, e iremos a un cine donde les compraré palomitas. No, no es justo. ¿Dónde es ese México que es un paraíso, porque aquí estamos desnudos, sin trabajo, sin comer, y no pasa nada. Saludos, la aprecia mucho el profesor rural con mucho orgullo, Emilio Ivan Campos Almeida".

Y pues sí, hay otro México, muchos Méxicos que nosotros los urbanitas conocemos en teoría, pero ante la incapacidad de generar el cambio; preferimos ignorar en la práctica. Sabemos que existen territorios como la Selva Lacandona donde habitan todavía mexicanos prehistóricos. Imposible olvidar aquel vuelo en un avioncito de hojalata oxidada que aterrizó en un angostísima pista de tierra. La llegada del avioncito de cuatro plazas (la otra forma de llegar es por el río) es la gran diversión de los lugareños. Un puñado de mujeres y chiquillos como salidos de un códice, descalzos, el cabello en greña, mujeres tzeltales vestidas con un miserable saco de manta -si es que eso se puede llamar vestir- esperaban nuestra bajada. Como no hablan español ni saben leer o escribir, señalan o simplemente jalan la peineta, el prendedor, la pañoleta o cualquier baratija que llevamos puesta. Dame, dame, repiten.

El contentamiento que les causan las baratijas que les obsequiamos me da la impresión de que como en la conquista, estos indígenas canjearían su oro por espejitos y cuentas de colores. Aquello es un México impensable ante el que los cuatro viajeros no sabemos cómo reaccionar. Los comentarios son estúpidos: ¿cómo que aquí no llega la televisión?. ¡qué barbaridad!, no tienen ningún acceso a la cultura. No, ellos tienen la suya propia, una cultura ancestral que les prohíbe cortar los árboles, cazar y comer animales, no tienen vacas y su milpa es escasa. Apenas lo necesario para alimentarse. Después del estupor, uno vuelve a ser urbanita. Nadie hace nada para remediar en algo las carencias de aquellos tzeltales y todo queda en anécdotas de viaje. El profesor Campos Almeida en cambio, hace lo que puede: unos ahorritos para llevar a sus niños al cine y hasta les comprará palomitas. Visto lo visto me pregunto si no estarán mejor los lacandones en su propia selva, en la pureza de sus usos y costumbres; que nosotros acá dándonos de balazos, corrompiéndonos todos los días con el ejemplo de nuestros líderes. Pues sí, yo quería hablar de la primavera, pero se me quitaron las ganas.

adelace2@prodigy.net.mx

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