— J. Joubert
A Propósito del Día del Maestro, no hay mejor ocasión para reflexionar sobre tan cuestionada celebración y acerca de tan deteriorado personaje, ya que es de todos conocido el doble discurso con el que, en México, nos referimos a los profesores; por un lado el reconocimiento discursivo de que no hay nadie más importante en el aula y en la escuela que el maestro, detallándose incluso una serie de atributos deseables que el profesor tiene y por otro lado las pésimas condiciones laborales y salariales que los mentores enfrentan cotidianamente.
Es frecuente escuchar que, en la mayoría de los casos, los profesores somos los responsables del fracaso escolar de los estudiantes; cuando existen estudios científicos en pedagogía y evaluación que han demostrado que los resultados del aprovechamiento escolar son multirreferenciales; es decir, competen a los alumnos, profesores, métodos, planes y programas de estudio, escuelas, familias y comunidad.
Los escenarios que acompañan al docente en su diario trajín laboral son, en muchas ocasiones desoladores, además de ser interpelado respecto a la eficacia y la trascendencia de su tarea.
¿Somos acaso Quijotes lidiando contra molinos de viento? ¿Somos generales que enarbolan la bandera blanca rindiéndose ante la superioridad del enemigo? Me parece que ni una cosa, ni la otra. Somos brasa encendida, nexo del presente con un futuro esperanzador; somos la fuerza que mueve, el cariño que motiva y la palabra que descubre cultura. Considero respetuosamente que así deberíamos ser vistos.
Las características de nuestra condición humana que por vocación, abrazan a la docencia, es la que nos permite tolerar y enfrentar la desesperanza de no poder actuar y corregir de inmediato la adversidad del fracaso escolar. Sólo desde la vertiente educativa es posible responder al reto que la situación actual nos formula insidiosamente; el ser y reconocerse profundamente educadores es la clave para sortear con éxito el pesimismo.
Ser educadores, entraña un compromiso histórico y social, precisamente porque el propio quehacer se resuelve en la cotidianidad de la relación profesor-alumno. Asumir esa relación, exclusivamente como obligación meramente formal, es desgajarla de su real sentido, pues supone desconocer que la historia se forja con el aporte de biografías personales y el docente con ocasión de su quehacer retiene para sí el privilegio de escribir en ellas.
El docente es dueño y señor de su aporte teórico, técnico y humano; no obstante, no lo es del resultado de los mismos. Tal paradoja afirma que la educación no es un fenómeno colectivo sino un prodigio personal, porque se hace con, por y para el consentimiento libre del educando.
El docente ha tenido que ir y actuar siempre contra corriente. Por lo tanto, no debemos asombrarnos, desconcertarnos o desanimarnos porque los vientos no juegan a nuestro favor. La situación actual es compleja y global, dado que en ella conviven toda una gama de problemas que van desde los éticos hasta tecnológicos, lo que puede hacernos dudar acerca de la eficacia de nuestra tarea educativa.
La educación es un proceso de largo aliento. Su fin es el perfeccionamiento de la persona y el límite que cada sujeto tiene, también viene limitado por las circunstancias, recursos y posibilidades que se tienen en concreto.
El docente tiene además, en su condición de líder la enorme posibilidad de revertir el presente y abrirse con seguridad a la conquista del futuro. Entregar las cosas que se contemplan y demostrar que lo pequeño es hermoso en materia educativa, será posible si se acompañan con un efectivo liderazgo, que parte del saber reconocerse como conductor calificado.
El crecimiento personal es la condición que marca la misión del líder, fortalecer la capacidad de liderazgo a partir de reconocerse como poseedor de las características que hacen a un buen líder y por otro lado, el diseño de un plan de crecimiento personal y profesional que incida de manera efectiva en la gestión escolar.
Recordemos que un líder educativo es aquel que contribuye mostrando alternativas para que "el otro", (el alumno) se autodetermine a progresar en su desarrollo como persona. Al proponer alternativas no sólo hace referencia a proposiciones razonables o a mensajes con contenidos positivos. Apunta a mucho más: se hace hincapié en el esfuerzo y lucha que libra por crecer como persona.
El desarrollo personal del profesor, se logra al adquirir virtudes y corregir defectos, incide en la calidad de los aportes y en la percepción real y comprensiva de los demás. El propio movimiento por ser mejores se convierte en patrimonio personal que, como hecho experimentado, se torna en actitud de servicio: procurar siempre que el alumno sea mejor que uno. Servir es proponerse como medio para que los estudiantes logren sus fines. He aquí la grandeza del verdadero líder educativo, el que inspira, motiva y mueve conciencias.
Su tarea más importante será siempre la formación de las nuevas generaciones y a partir de ella, la trascendencia del maestro estará garantizada.
Agradezco sus comentarios a: rolexmix@hotmail.com