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Camacho o las contradicciones del reformismo

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Manuel Camacho fue uno de los políticos más brillantes, más lúcidos, más representativos de eso que podemos seguir llamando la transición mexicana. Sus propias mudanzas encarnan la transformación de un régimen político. Camacho inició su carrera política como un reformista dentro del régimen autoritario y terminó su vida como una voz crítica a las renuncias de la oposición. A pesar de haber pertenecido al primer círculo del poder, su figura pública aparece, curiosamente, como la de un marginal: un aperturista solitario, un disidente en la corte, un caudillo sin seguidores, un consejero distante. Un reformista sin legado.

Politólogo sutil, buen lector de los cuadernos de Gramsci, se convirtió en el negociador indispensable, el hombre que se ensanchaba en la crisis. Curtido en la emergencia, entendió que la negociación era la política misma. No era una de las caras de la política, no era uno de sus instrumentos fundamentales. La negociación era la verdadera política: un espacio más personal que institucional donde se encuentran las diferencias para producir arreglos y procurar la paz. Veía el suelo del orden como una tabla precaria, inestable, siempre amenazada. Desde sus escritos académicos se palpa una inteligencia estratégica que juega con escenarios para proponer acomodos sensibles. Ante el peligro de la violencia y la represión encontraba la transacción efectiva. Su apuesta no era, en el fondo, una reconstrucción institucional. Creía más en la habilidad política que en la ingeniería política.

Su entendimiento de la acción se inscribía en la tradición del reformismo priista. Concesiones, pactos, transacciones cuyo objetivo básico era alimentar consenso. Por eso, cuando Enrique Krauze defendió la democracia liberal en su influyente ensayo de principios de los ochenta, Camacho recurrió a los tópicos del discurso oficial: la hegemonía priista era el resultado de nuestra historia. El hombre del régimen entendía que los cambios eran necesarios, pero sostenía que era indebido importar una democracia electoral que era ajena a nuestra tradición. Bastaba cambiar los estilos y acelerar los procesos "inclusivos." Ese entendimiento de la política, sin duda arraigado en las más antiguas prácticas del poder en México, marcaría a su generación y terminaría sellando la democracia que emergería años después.

Manuel Camacho muestra las contradicciones del reformismo que resultó, finalmente, la matriz de la democratización mexicana. Cambiar sin romper, era su divisa. Camacho fue un aperturista coherente, atrevido, tenaz. Su noción de la reforma fue enormemente influyente. Demasiado, diría yo.

Empujado por la derrota, se convenció de que era necesario dar el paso a la competencia electoral. Pero no era relevante detenerse en la forma institucional del nuevo régimen. Mucho menos sensato era empeñarse en una política de legalidad que pudiera exacerbar las tensiones. La ley era una pieza más que negociar. Por su obsesión con la estabilidad, no creyó que fuera necesario cortar los vínculos con las estructuras del viejo corporativismo. Esas organizaciones, fueran corruptas o mafiosas, eran clave de la paz y había que entenderse con ellas. La estabilidad exigía modernizar esos tratos. Por eso el corporativismo y el clientelismo, marcas cruciales del autoritarismo mexicano, habrían de ser puestos al servicio de nuevas causas. Era necesario, por ejemplo, "operar" políticamente para sustituir un liderazgo magisterial hostil por uno cercano al grupo en el poder. Un benéfico relevo de corrupciones.

Forjado por los incendios que se multiplicaron desde los años ochenta, Camacho resultó un bombero eficiente, pero no un arquitecto. La suya fue siempre, una política de lo inmediato. Política, pues, de lo efímero. Una política consensualista hondamente antiinstitucional. Marcado por la represión del 68, su estrategia política excluía la mano dura. Terminaría consolidando la excepción, perpetuando esa emergencia que requería de sus servicios. La política de las transacciones de la que Camacho fue maestro tuvo, en efecto, un horizonte breve: se presume de inmediato que se gana la paz, que se logra el pacto, que se alivian las tensiones. El costo de los arreglos ha sido inmenso: convertir la ilegalidad en cimiento de la paz. Corroer la plataforma misma del Estado.

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