De acuerdo con un informe de Fundaciones Internacionales Electorales para Sistemas, publicado en 2012, cada voto mexicano cuesta 17.24 dólares en promedio. Esa cantidad, es 18 veces superior a la media en América Latina. Otra investigación, ésta del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, señala que México es el país latinoamericano que más dinero público destina a los partidos políticos. La pregunta necesaria es: ¿Para qué?
Ojalá que la respuesta fuera favorable a la labor que realizan los partidos dentro y fuera del poder. Pero no es así. Los partidos políticos operan para garantizar que cada año su negocio les sea más redituable que el anterior. La ciudadanía, en cambio, recibe sólo dádivas que la mayor parte del tiempo son materiales: Playeras, cachuchas, mochilas, llaveros, despensas y, un muy largo y aburrido etcétera.
No quiero caer en la postura maniquea de decir que todos son iguales. Menos aún en el simplismo - muy compartido, por cierto, en algunas de las organizaciones de la sociedad civil - que parte del supuesto de que "ciudadano es sinónimo de 'bueno' y político equivale a 'malo'"; porque ni todos los ciudadanos - incluidos los de las OSC - son impolutos ni todos los políticos merecen arder en el infierno. Pero, es cierto que el mayor daño lo pueden ocasionar quienes mayor disposición de recursos tienen y, los partidos políticos, han luchado por garantizarse cada vez más medios, lo que los hace altamente susceptibles a cometer abusos, como los que, en mayor o menor grado, han realizado.
El mayor perjuicio lo ha tenido, precisamente, la aspiración democrática. No hay estudio serio que no evidencie el deterioro profundo que sufre la credibilidad hacia ese sistema político. Son cada vez más y más los mexicanos que dudan de la democracia como posibilidad para alcanzar la prosperidad y eso tendría que mantenernos en un estado de alerta permanente.
Pero no. Para los miembros más destacados de los partidos, comenzando por el presidente de la República, pasando por su equipo y terminando con las cúpulas partidistas, la democracia es el equivalente a unas vacaciones muy lujosas, pagadas por otros, en las que ocupan buena parte de su tiempo en pensar cómo convencernos - que lo lograrán - para que les paguemos otras vacaciones más lujosas todavía, bajo el pretexto de que regresaron muy cansados del viaje anterior.
Por eso, la democracia nos resulta carísima.