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Charlie Hebdo, ocasión para pensar

SALVADOR SÁNCHEZ PÉREZ

El mundo occidental se encuentra sacudido por los acontecimientos ocurridos la semana pasada en París. El miércoles 7, a media mañana, dos hombres asaltaron la redacción del periódico satírico Charlie Hebdo, caracterizado por la irreverencia de sus cartones ante los símbolos religiosos, particularmente los musulmanes.

Los intrusos llegaron armados con equipo sofisticado y en los diez minutos que duró su incursión asesinaron a 11 personas, entre ellos al director del semanario, a los dibujantes y colaboradores que se encontraban juntos, pues se estaba desarrollando la reunión general del equipo editor.

Las fuentes policiales afirman que las víctimas fueron ultimadas a muy escasa distancia. Los agresores gritaban, según estas mismas fuentes, "¡Alá, es grande!" y afirmaban también que era una venganza en nombre de Mahoma.

De inmediato se emprendió la movilización de fuerzas policiacas, que la tarde del viernes terminó por encontrar a los autores del atentado, los hermanos Chérif y Said Kouachi, de 32 y 34 años, nacidos en Paris y de antecedentes familiares en Argelia, quienes fueron ultimados en el asalto.

En esos días también ocurrieron otros hechos violentos. El jueves un hombre armado amagó y amenazó a varios clientes de un supermercado judío. Por lo menos hubo tres muertes más en el despliegue policial de rescate.

Desde la misma tarde del miércoles se iniciaron manifestaciones espontáneas de solidaridad en París y otros lugares de Francia. "Yo soy Charlie", "Libertad de expresión", "Charlie, Charlie", eran las consignas coreadas y en carteles.

La gravedad de estos acontecimientos provocó inmediatas resonancias, pues el hecho fue noticia al instante en el mundo globalizado en que vivimos, a través de los medios de comunicación, los convencionales y los cibernéticos.

La sorpresa se convirtió en indignación La gente sintió casi como un deber natural el demostrar tanto la solidaridad con las víctimas, como la desaprobación tajante del terrorismo. Los medios afirman que en las marchas celebradas el fin de semana en París participaron alrededor de 3 millones de ciudadanos, encabezados por los jefes de estado de los países europeos.

La sorpresa e indignación inmediata gradualmente se irán asentando y nos harán, a todos, asumir una postura mucho más crítica, sin miedos.

Es necesario superar las críticas simples que dibujan una arena de buenos y malos. Un occidente adalid de la libertad, igualdad, fraternidad y un mundo islámico fanático, sumido en el oscurantismo, irracional.

Pongamos el caso que en nuestras latitudes se elabora una revista que hace una y otra vez sarcasmos sobre algo valioso para nosotros, así la bandera, el himno nacional, la virgen de Guadalupe, la madre mexicana. Seguramente sería un humor que no nos moverían a risa, antes bien, haría surgir reclamos, por aquí y por allá, pugnando por la desaparición de la fuente de tales irreverencias. Aunque así parezca, lo que aquí está en juego no es el enfrentamiento de una humanidad ilustrada que mira a la distancia a unos radicales fundamentalistas del Islam, que son capaces de cualquier cosa con tal de defender lo que para ellos es sagrado.

El problema tiene todavía más aristas. Es necesario mirar más al fondo y atrevernos a cuestionar los propios supuestos, desde los cuales criticamos los de otros. Esto da miedo. Los fundamentalismos no ocurren por generación espontánea. Slavoj Zizeck, filósofo esloveno, señala que los fundamentalismos son siempre el resultado de una revolución fracasada. Pakistán y otros países mayoritariamente musulmanes viven en un régimen feudal, donde grandes extensiones de tierra son propiedad de una oligarquía que tiene de frente a las mayorías desposeídas. Los talibanes están en medio de estos bloques en pugna. Al llamar la atención y tomar partido sobre esta situación, aquellos paquinstaníes liberales que pudiera haber son acallados, provocando un repliegue de los campesinos sin tierra. La democracia liberal termina por convertirse en aliado estratégico de esas fuerzas feudales en los países árabes.

El mundo occidental es también, en este trecho de la historia, profundamente concentrador de la riqueza y no hay mecanismos, naturales o provocados, de redistribución. La desigualdad en el capitalismo occidental es la otra cara de la misma historia. Cuadro bien trabajado recientemente por Thomas Piketty en su libro El Capital en el siglo XXI.

Un leve, pero necesario, toque de izquierda es lo único que puede salvar, tanto al islamismo radical, como al capitalismo occidental. La vida es, a veces, un juego de espejos. Lo que criticamos en el otro, lo portamos ciegamente como característica propia.

Twitter: @salvador_sj

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