Una relación clientelar es la que se da entre dos personas o grupos en el ámbito de la vida pública con el objetivo de dar y recibir un beneficio concreto, muchas veces coyuntural. Una condición básica para que esa relación se dé es la subordinación de una de las partes involucradas que siempre es la que se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad. Quien ofrece -una despensa, un servicio, una moneda, un vale, una promesa, un contrato, un trabajo- está en la posición de privilegio que le concede el poder político. Quien recibe, se encuentra en una posición de desventaja en la que se coloca por sus menesteres. El trueque, entonces, se da de forma automática. Votos y lealtades a cambio de bienes materiales. Quien ofrece, el patrón, busca mantenerse en la estructura del poder. Quien recibe, el cliente, busca satisfacer su necesidad apremiante y para ello tiene su voto y su lealtad como moneda de cambio. Y contrario a lo que se cree, el cliente no sólo es una persona o un grupo de clase humilde. Los empresarios y profesionistas, por ejemplo, también tienen necesidades que una obra o un empleo pueden resolver. ¿Nos parece familiar? A grandes rasgos así funcionan las democracias en el llamado tercer mundo al cual nuestro país pertenece.
Esta relación patrón-cliente quedó definida en esencia desde hace mucho tiempo. En los siglos de la República Romana, ya en su fase de expansión territorial, los patricios -luego también algunos plebeyos con recursos- aspiraban desde su situación de privilegio construir carreras políticas exitosas. El llamado "cursus honorum" comprendía toda una serie de escalafones que los ciudadanos de pleno derecho y posibilidad económica debían recorrer para ser considerados personajes de respeto. Tribuno militar, cuestor, edil, tribuno de la plebe, pretor, cónsul y censor eran las magistraturas más comunes en Roma. Para acceder a ellas, los aspirantes debían competir entre sí, hacer campaña y ser electos en los comicios centuriados o los comicios tribunados. Es aquí donde debía establecerse esa relación clientelar. Un candidato que no contara con una red de apoyo, era un candidato muy seguramente destinado al fracaso. Y esa red sólo funcionaba con dinero y poder. La lealtad y el voto, desde entonces, tenían un precio, sobre todo en los tiempos de la decadencia de la República. Pero contrario a lo que ahora ocurre, ese precio solía pagarse con recursos privados del patrón, del aspirante. En aquellos días un político pobre simplemente no era posible. Y aunque los cargos no implicaban remuneración -otra diferencia con nuestro tiempo-, la oportunidad de engrandecer el peculio desde la magistratura era enorme y muy tentadora.
En medio de este ambiente, es fácil entender la violencia desatada por los personajes poderosos en el siglo I antes de nuestra Era, siglo de la gran crisis de la República que culminó con el advenimiento del régimen imperial. Estamos hablando de la época de Mario y Sila, de Pompeyo y César, de Octavio y Marco Antonio. Cada quien con su ejército prácticamente privado y sus facciones políticas en el Senado soportadas por inmensas redes clientelares, actuaban como rivales acérrimos en un complejo y cambiante sistema de alianzas en donde todos decían estar movidos por la misma causa -acaso sea mejor llamarle pretexto-: Roma y su grandeza. Bajo esta estructura político-social, era imposible que todos los ciudadanos romanos -ni siquiera un número considerable- vieran por el bien de la República. Ésta cuando mucho era la bandera que enarbolaban los patrones en su no pocas veces cruenta lucha por el poder, aunque en realidad persiguieran el beneficio personal o, en el mejor de los casos, grupal. Sus clientes, impregnados de esta "ideología" se comportaban más como esbirros, como soldados, que como ciudadanos. La política en Roma era un campo de batalla, metafórica y literalmente. El alimento de este modelo era la desigualdad y el motor, la relación patrón-cliente.
Ahora bien, hagamos los matices necesarios, salvemos las distancias, cambiemos facciones por partidos y sustituyamos los nombres de las magistraturas del "cursus honorum" por los de regidor, alcalde, diputado local, gobernador, diputado federal, senador y presidente de la República. No es un secreto a voces sino una verdad a gritos que cualquier persona de esta Era y de este entorno que pretenda asumir uno de esos cargos requiere de una estructura social que le soporte, y que esa estructura se mantiene con dinero, con apoyos, con promesas particulares, con programas sociales. Ya decíamos que una de las diferencias es que hoy los políticos sacan menos de su bolsa y más del erario para engrasar esa maquinaria. Las denuncias por el desvío de recursos públicos con estos fines corren en todos los sentidos y embarran a todos los partidos que en algún lugar han asumido el poder. Las historias se repiten: tinacos, bultos de cemento, dinero, despensas, tarjetas, vales, empleos, contratos de obra. La consigna oculta parece ser: "vota por mí porque te conviene, no como ciudadano, sino como subordinado a mí". Y a esta red se suma desde el humilde hasta el pudiente. Porque ambos, en sus respectivos niveles socioeconómicos, tienen una real y legítima necesidad. Rodeada de esta armazón, la ciudadanía es una mera abstracción. No es ella la que siempre decide en las urnas, es la clientela, del color que sea. Es decir, el mismo campo de batalla de Roma, pero con sus matices.
Es por ello que no sorprende el modus operandi del Partido Verde. Lo único distinto que está haciendo es intentar comprar los votos de forma abierta, descarada. Está siguiendo un manual y ese manual dice que las elecciones hoy, como hace 2,000 años, se ganan con dinero. Porque la mayor parte del ciudadano que vota no se asume como tal. Parte desde su condición de subordinación y brinda su lealtad, momentánea o permanente -depende de cómo le vaya-, a quien le prometa o le dé, aunque sea un poco, lo que le ayude a superar su apuro particular. Porque esa es la política que el sistema de partidos ha construido, que ha reproducido. El PRI, el PAN y el PRD, los principales partidos que han sido gobierno saben de esto. Los dos últimos aprendieron del primero. Y el Verde aprendió de todos y ha potenciado su aprendizaje. Por eso, en este tiempo de campañas electorales, cabe hacernos una pregunta directa y responder sinceramente, lejos del automatismo de lo políticamente correcto: ¿qué queremos ser: ciudadanos o clientes? De la respuesta dependerá la calidad de democracia que estemos dispuestos a construir.
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