Nadie nos pregunta si nos gustaría incorporarnos a ella. Nuestras primeras palabras ya le pertenecen y nosotros lo ignoramos. Lo que comemos también se explica por ella. Los rituales de nuestros hogares y familias, bautizos, bodas, funerales o los festejos públicos la conforman.
Lo que cantamos y bailamos son expresiones suyas. El profesor que nos lleva por los laberintos de El Quijote o de Víctor Hugo, o del Ariel de Rodó o de la poesía de Walt Whitman nos encamina en su territorio. El trazo de nuestras ciudades, las edificaciones, y estilos, por ejemplo el barroco -que puede ser mexicano o brasileño, Santa Prisca o Salvador de Bahía- sólo se explican por la historia que le da vida. La cultura está en nosotros y en nuestro entorno sin pedir permiso.
Pero hay otro momento que surge de la posibilidad de confrontar, Uxmal con Paquimé en el norte; nuestra forma de trabajo y costumbres con las anglosajonas o europeas. Sólo entonces nos damos cuenta de los significados de nuestra pertenencia a una forma de entender el mundo y de que ésta no es única. El verdadero conocimiento de uno mismo surge de la otredad. Carlos Fuentes los escribió y lo dijo mil veces: la confrontación de culturas engrandece al ser humano. La tolerancia se nutre del entendimiento de la otredad, obliga a controlar los egos galopantes, obliga a que cierta humildad. Digo cierta porque, como aseveró Chesterton con su aguda inteligencia, la humildad es algo muy extraño, en el momento mismo en que creemos tenerla ya la hemos perdido.
La propuesta de crear una Secretaría de Cultura es apasionante y muy delicada. Nos lanza a una discusión que ya hemos tenido, sobre todo después de 1994 cuando el levantamiento zapatista confrontó a México con la pobreza indígena, con la riqueza de la multiculturalidad. Así quedó plasmado en la Constitución. El primer matiz está en la ausencia de artículo, Secretaría de Cultura, no de LA cultura, con mayúscula. Esas dos letras hubieran generado una revuelta. Pero a la par es innegable que todo estado-nación pretende la homogeneidad en ciertos valores: el o los idiomas oficiales, los mismos derechos y obligaciones básicos para los ciudadanos, un sentido de pertenencia, etc. Toda nación alude a una serie de valores compartidos ¡Viva México! gritaremos millones en unas horas.
Los ministerios de cultura son muy comunes, no por ello menos polémicos. En alguna ocasión escuché a Octavio Paz advertir que la idea de una imposición cultural puede tener rasgos fascistoides. El estado está ahí para fomentar la diversidad de expresiones culturales y permitir la confrontación que enriquece, pero jamás para trazar el rumbo de una deontología cultural. La cultura es, no debe ser. Y sin embargo la nación es una construcción axiológica, valorativa. André Malraux, miembro de la resistencia francesa, troquelado por Indochina -donde no olvidan que se llevó piezas arqueológicas- gran literato, encarnó la delicada mezcla de universalismo y orgullo francés. Melina Mercouri utilizó su prestigio y compromiso democrático para relanzar la cultura griega por el mundo.
Pero el protagonismo nacionalista es muy riesgoso. Recordemos el brutal daño que el muralismo mexicano causó al arte abstracto por ejemplo. Establecer equilibrios entre el impulso de lo propio y la necesaria apertura y confrontación es el reto. Un gobierno no debe imponer cultura, pero todo estado tiene un proyecto cultural. La propuesta de creación deberá retomar una enorme infraestructura cultural que incluye el INBA, el INAH, la OSN, el Centro Nacional de las Artes, la Cineteca; el Canal 22, Radio Educación, el IMER, el Conservatorio, las escuelas de danza, las actividades teatrales, decenas de museos en los cuales Conaculta tiene hoy presencia. El reto administrativo es monumental, pero más delicado aún es la construcción de un nuevo hogar institucional donde nadie quede excluido, esto en un mundo en el cual los egos se cuentan por miles.
La ruta es la correcta, con piedras en el camino. La cultura es además un patrimonio y México es muy afortunado. Con frecuencia olvidamos lo que tenemos: 27 bienes inscritos como Patrimonio de la Humanidad; más de 170 zonas arqueológicas abiertas al público con 9 millones de visitantes por año; cerca de 8 mil bibliotecas públicas con alrededor de 40 millones de volúmenes; 7 millones de visitantes anuales a museos del INAH; cerca de 2,000 casas y centros de cultura; 600 teatros y faltan; 1,400 librerías y faltan; aproximadamente 20,000 títulos impresos cada año; la lista no termina.
Pero en un país con muchas carencias es obligado hablar del impacto económico. La cultura representa empleos e ingresos para los mexicanos. Cultura y entretenimiento aportan hoy al PIB más que la agricultura. No sólo es cuestión de orgullo e identidad, cultura entonces para el desarrollo y la justicia.