La escena se publicó en todos los periódicos del mundo. El presidente Obama rodeado de sus colaboradores más cercanos, con la mirada atenta a una pantalla que no podemos ver. Nadie parpadea. Nadie se mueve. Todos parecen suspender la respiración. Hillary Clinton, conmocionada por lo que ve, se lleva la mano a la boca. El efecto de la fotografía es inmenso porque, como si fuera una pieza del mejor suspenso cinematográfico, lanza a vuelo la imaginación. ¿Qué ven ellos que nosotros no podemos ver? El pie de foto describe la imagen: el presidente de los Estados Unidos y su estado mayor observan el asalto al escondite de Osama Bin Laden. Después de años, la cacería del terrorista había concluido: una paciente labor de inteligencia lo había ubicado en un pueblo de Pakistán y le había dado muerte. Poco tiempo después, su cuerpo se habría entregado a los peces. Se ha hecho justicia, declaró orgulloso el presidente Obama: el malvado ya no camina sobre la Tierra.
En el cuento de 2011 aparecían de inmediato huecos e incoherencias. ¿Estaba armado el terrorista? ¿Resistió el asalto? ¿Hubo algún intento de capturarlo con vida o había la decisión de exterminarlo? Seymour Hersh, legendario periodista norteamericano, sostiene que la historia que ha contado el gobierno norteamericano es una mentira. Una ficción al servicio de la imagen del presidente y su gobierno. Hersh ha publicado un largo artículo en el London Review of Books que sostiene que el operativo fue un trueque. Bin Laden no se escondía en Abbottabad, era ya prisionero del gobierno iraquí y fue entregado a los cazadores por un precio pactado.
Bin Laden no se escondía en Abbottabad, era ya un prisionero del gobierno paquistaní que negoció su entrega con el gobierno de Washington para obtener beneficios económicos y militares. Los servicios de inteligencia no ubicaron al terrorista después de rastrear los movimientos de su mensajero. Fue el gobierno de Pakistán quien lo apresó, para obtener el las mayores ventajas. Ni siquiera es cierta le versión que sostuvo que el cuerpo de Bin Laden fue tirado al mar. Mutilado en mil pedazos, habría sido lanzado desde un helicóptero sobre el territorio pakistaní.
La reacción de la Casa Blanca no sorprende. Desmiente enfáticamente el reportaje. Lo interesante es la reacción de la comunidad periodística que ha cuestionado la solidez de la investigación, el aire conspiratorio de su narrativa y las fuentes que ha empleado. Hersh no es un novato. En 1970 ganó el Premio Pulitzer por su reportaje de la masacre de My Lai, en Vientam. Hace un poco más de diez años, en un reportaje publicado en el New Yorker, descubrió los abusos de las fuerzas norteamericanas en la prisión de Abu Ghraib. Es curioso que este reportaje no se difunda en el semanario sino en una publicación literaria que no se destaca por sus reportajes de investigación. El detalle puede ser relevante: el semanario neoyorquino es reconocido como una de las revistas más exigentes en la comprobación de los datos, hechos y dichos que publica. Cada reportaje, cada ensayo, cada reseña debe pasar por una severa aduana. ¿Por qué no publicó Hersh este reportaje en la casa que ha difundido sus trabajos desde 1971? ¿Habría pasado los legendarios controles de veracidad?
Esa es la polémica que me interesa registrar. El mundo periodístico de los Estados Unidos ha debatido en los últimos días los méritos del reportaje. La ubicación ideológica del periodista no parece ser particularmente relevante. Tampoco las consecuencias en la imagen del presidente Obama. Lo que observo es una intensa discusión sobre la calidad de un trabajo periodístico. Se ha planteado, por ejemplo, que las pruebas de Hersh son demasiado endebles: dos personas que trabajaron hace veinticinco años para los servicios de inteligencia de Pakistán y un funcionario de la inteligencia norteamericana que supo de los primeros reportes de la presencia de Bin Laden en Abbottabad. No se trata, pues, de fuentes directas sino referencias remotas que no pueden ser sustento de un reportaje serio. Cuando hablamos de la urgente profesionalización de nuestro periodismo no solamente hablamos de la necesidad de abrir espacios para reportajes de investigación que vayan más allá de las declaraciones de los funcionarios y el relato de lo superficial. Hablamos también de un clima de exigencia que demanda pruebas, rigor, seriedad profesional y no solamente alimentación de prejuicios y conspiraciones.
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