Si con una sola palabra pudiera definirse al sistema electoral mexicano en la última década, ésa sería desconfianza. Frente a las constantes dudas respecto al desempeño de los órganos comiciales y los partidos políticos han sido impulsados varios ajustes. Así ha ocurrido desde 2006, después de una elección por demás cuestionada principalmente por los partidos de izquierda, y después de las elecciones federales y estatales posteriores, también colocadas en tela de juicio, hasta la de 2012. Como resultado existe una sobrerregulación en materia electoral con el objetivo de atajar la desconfianza. Pero, contrario a lo que se esperaba, los cambios no han redundado en una mayor confianza ciudadana hacia el sistema. ¿Por qué?
De acuerdo con el Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, presentado por el extinto Instituto Federal Electoral (IFE) en 2014, menos del 35 por ciento de los ciudadanos confiaba en el árbitro. Maestros, iglesias y el propio gobierno federal contaban con un mayor nivel de confianza que el IFE. Es de suponer que los institutos estatales, durante años sometidos al control de los gobernadores, gozaron de una confianza mucho menor antes de su desaparición. En medio de este contexto, es revelador de la visión que tienen los partidos sobre la democracia electoral en México que en vez de buscar una reforma para fortalecer los sistemas estatales hayan optado por el centralismo. Más allá de esto, resulta intrigante averiguar por qué si apenas 3 de cada 10 mexicanos con posibilidad de votar confía en el árbitro electoral, el promedio de participación de las últimos cuatro comicios presidenciales es de 6 de cada 10, es decir, el doble. Sin el afán de atribuirle toda la responsabilidad, una buena parte de la respuesta pasa por un fenómeno típico de las democracias poco desarrolladas: el clientelismo. Y las reformas impulsadas en la última década poco o nada han contribuido a por lo menos disminuir el peso de este lastre. Una razón lógica para creer por qué esto no ha ocurrido es que no conviene a los principales partidos, sobre todo el PRI, que junto con sus partidos satélite ha ido afinando su ingeniería y maquinaria electoral.
A grandes rasgos, la democracia clientelar mexicana funciona valiéndose de los vacíos legales, la hipocresía de los partidos, la incompetencia sistémica de árbitros y sancionadores electorales y la manipulación de instituciones y recursos públicos. En consecuencia, los padrones de los programas sociales que manejan los tres niveles de gobierno suelen estar empatados con las listas de posibles votantes en las secciones donde radica la población, objetivo del asistencialismo. Y no sólo eso, los llamados promotores de desarrollo social en muchas ocasiones son los mismos líderes de colonias que trabajan para el partido que controla los recursos y el programa, es decir, el PRI en la mayoría del territorio nacional, aunque no de forma exclusiva, como se observó durante la docena panista. Frente a esto, las sanciones que se han aplicado no pasan de afectar a unas cuantas personas que han sido descubiertas en un acto flagrante de compra de voto. Pero el mecanismo no opera sólo el día de la elección, sino que se trata de un trabajo de meses en el que participan estructuras partidistas y gubernamentales, en una amalgama que funciona más para ganar elecciones que para gobernar. Y hasta el momento ninguna de las reformas que se han planteado va en el sentido de atacar este problema de fondo. ¿Cuál es el resultado de esta forma de concebir la democracia electoral? Que los niveles de participación en el electorado dependiente de programas sociales tiende a ser mayor que la del electorado "independiente" cuando gana el partido oficial.
Con este antecedente, lo que ha pasado en los últimos meses con el Partido Verde es sólo el síntoma más grotesco del esquema clientelista. Un instituto que descaradamente ejerce el populismo a través de, por una parte, iniciativas muy cuestionables (como la pena de muerte) pero, principalmente, la entrega abierta y sin empacho alguno de dádivas (como mochilas, paquetes escolares y tarjetas de descuento) para granjearse el voto del elector que, gracias a la alianza con el PRI, termina beneficiando a los candidatos de este partido, al cual, dicho sea de paso, la actitud cínica del Verde le sirve como parapeto de su forma de operar más "discreta", distrayendo la atención hacia el desparpajo del partido del tucán, mientras la maquinaria descrita en el párrafo anterior sigue funcionando. Y ante el cinismo de una sistemática violación de la ley, la autoridad sólo puede aplicar multas, que hasta ahora suman 500 millones de pesos, y que, dicho sea de paso, serán pagadas por los contribuyentes, sin que sea posible quitar el registro al Verde. Tan conveniente es para el PRI esta manera de proceder de su aliado que el gobierno federal premió a su exvocero con una subsecretaría en la Segob. En resumen, mientras el Verde se lleva las diatribas, el PRI sigue ganando elecciones valiéndose del clientelismo y los votos que le suma su aliado, lejos de los reflectores críticos. Mientras no haya una reforma que combata el clientelismo, esto seguirá ocurriendo y la desconfianza del elector independiente aumentando, lo cual también beneficia al partido en el poder.
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