Las protestas en Brasil en contra de la presidenta Dilma Rousseff, revelan un estado crítico de la democracia, que no es privativa de dicho país, sino que azota al hemisferio en su conjunto.
La presidenta que en octubre pasado, fue votada para un nuevo período de gobierno iniciado hace apenas tres meses, enfrenta movilizaciones que piden su destitución en al menos setenta y cuatro de las principales ciudades del país, que sólo en Sao Paulo, alcanzaron la suma de seiscientos mil manifestantes, según datos oficiales.
Las causas de la protesta son similares a las que enfrentan otros países de la América Hispana, incluido nuestro México. Corrupción rampante, impunidad y falta de transparencia, que concurren a un escenario económico de franca recesión, derivado de políticas públicas populistas aunadas a la baja de los precios de las materias primas en especial del petróleo, que pone de manifiesto una sobreinversión en el sector petrolero, que es causa de un pesado endeudamiento público.
La respuesta de la Presidenta y de su partido, el Partido del Trabajo, ha sido la de hacer marchar en las calles a los sindicatos y a las organizaciones sociales afines al PT, generando una demostración de fuerza que hace ver mal al gobierno, dada la visible pobreza de los apoyos en comparación con la magnitud de las protestas espontáneas que piden la cabeza de Rousseff.
Lo más desconcertante es que algunas voces piden una intervención militar que ponga fin al proceso de deterioro del gobierno, ante el temor de que Brasil caiga en un pantano similar al que tiene hundido al país hermano de Venezuela. La insistencia sobre este punto ha obligado a varios politólogos y constitucionalistas brasileños a declarar que tal intervención estaría fuera de todo marco institucional y enseguida, los solicitantes de la intervención castrense aclaran que ésta estaría limitada a la convocatoria a un nuevo proceso electoral, para sanear los vicios que se atribuyen a la última elección en la que Vilma resultó triunfadora por escaso margen.
El caso brasileño pone a remojar las barbas de su vecino mexicano, en la que el gobierno del nuevo PRI que encabeza el presidente Enrique Peña Nieto, enfrenta reclamos de corrupción, que han llegado a involucrar a la misma familia presidencial y al primer círculo de colaboradores del Presidente, lo que sumado a una recesión económica en ciernes, genera algunas voces anarquistas que buscan despertar al México bronco.
Estas invitaciones a la violencia se ven alentadas por el torpe comportamiento del Gobierno, que frente a la crítica opta por coartar la libertad de expresión como ocurre en el caso de Carmen Aristegui.
Sólo mediante la práctica y desarrollo de las virtudes esenciales de la democracia, como son el respeto a los derechos humanos, y el fortalecimiento de las libertades, haremos operante el sistema para evitar los extremos del golpismo militar y la demagogia populista. Es necesario trabajar en la transparencia, en la rendición de cuentas y en el combate a toda forma de impunidad.
Ni la intervención militar ni la violencia subversiva son la solución, como tampoco lo es el endurecer la censura y la mordaza. El camino es el de perfeccionar nuestra precaria democracia y para ello necesitamos gobernantes y ciudadanos comprometidos, puesto que para que haya democracia es necesario como materia prima indispensable, que existan demócratas.