Francia está en guerra y Occidente junto a ella. En el mismo año, el corazón de una de las repúblicas más prestigiadas de Europa, ha sido golpeado brutalmente dos veces. Hace 10 meses, en el amanecer de 2015, buena parte del mundo se estremeció por los ataques de una célula de terroristas al semanario Charlie Hebdo en represalia por haber publicado unas caricaturas en las que, a decir de los agresores, ofendían al Islam. Una veintena de personas murió y decenas más resultaron heridas. La respuesta del gobierno francés fue tomar un mayor protagonismo en el conflicto en Siria, donde, al igual que en Irak, el autoproclamado Estado Islámico ha creado un auténtico feudo de terror desde 2013. Esta decisión, lejos de brindar más seguridad al pueblo francés, trajo una mayor violencia. El viernes pasado, los terroristas perpetraron la peor matanza en la historia reciente de Francia con un saldo provisional de 129 muertos y 352 heridos. La barbarie ha causado conmoción en un mundo que no atina a construir una estrategia para frenar al terrorismo.
Es imposible desvincular los atentados de la semana pasada de los errores que Occidente, liderado por Estados Unidos y Europa, ha cometido en Medio Oriente. Las intervenciones militares en Irak y Afganistán en la década pasada, en vez de contribuir a la pacificación de ambos países han propiciado el surgimiento de grupos aún más radicales, con mayores recursos y un grado de crueldad que hasta hace apenas dos años no se había visto. No son pocos los especialistas internacionales que aseguran que las malas decisiones de Occidente en los países mencionados permitieron la existencia de un grupo como el Estado Islámico que lo mismo asesina, secuestra y extorsiona que saquea y destruye el patrimonio de la humanidad. Como constancia de la capacidad de violencia y crueldad de este grupo están los videos que producen y distribuyen a manera de propaganda de terror con un derroche de recursos sorprendente.
Pero la realidad es mucho más compleja. Mientras en Irak el Estado Islámico atenta contra los intereses estadounidenses al impedir la formación de un régimen estable y no radical, en Siria “comparte” intereses con Washington al enfrentar al gobierno de Bashar Al-Assad, respaldado por Rusia e Irán. Y éste precisamente ha sido uno de los principales obstáculos para que se dé una ofensiva más articulada y contundente contra los yihadistas y para encontrar una solución al conflicto sirio que ha provocado la muerte de alrededor de 230,000 personas y el desplazamiento de otras siete millones dentro y fuera del país. Mientras que para Damasco, Moscú y Teherán la prioridad debe ser eliminar al Estado Islámico, para Occidente hasta el viernes era sacar a Al-Assad del poder.
Sin duda vendrán días difíciles, de intenso debate y, ojalá, profunda reflexión. Es mucho lo que está en juego en estos momentos, para Francia y para el mundo. Ante esto, Occidente enfrenta una disyuntiva: por un lado está el agazaparse, entrar en la lógica del terror, cerrar sus fronteras a los refugiados, claudicar en sus llamados valores tradicionales de libertad y respeto; y, por el otro, actuar con congruencia, inteligencia y sensibilidad sin que esto implique bajar la guardia para proteger a sus ciudadanos. Encontrar el equilibrio para ello se observa complicado. De cualquier forma, Francia y Occidente no pueden volver a equivocarse.