El creciente endeudamiento ha sido una de las características principales de las finanzas públicas en los últimos años en México. De acuerdo con los datos más recientes de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, las deudas nacional y subnacional mantienen su ritmo ascendente en el actual sexenio. Mientras que en 2012 la deuda total del sector público equivalía al 36.4 por ciento del Producto Interno Bruto, para el primer trimestre de 2015 se disparó al 43.9 por ciento. En el caso de los pasivos estatales y locales registrados en Hacienda, en los últimos tres años se ha observado un incremento del 17.3 por ciento en el monto total de las 32 entidades federativas.
Los especialistas reconocen que la deuda es un instrumento útil para financiar obras y programas que redunden en una mejora sustancial de las condiciones de vida de los ciudadanos. Sobre todo si se considera que los ingresos en México vía impuestos son insuficientes para atender las grandes necesidades que tiene la población. No obstante, esta insuficiencia se debe a la ineficacia de los gobiernos en el cobro de dichos impuestos, con bases de contribuyentes reducidas y una alta cartera vencida. Además, se deben considerar factores como la corrupción, que ocasiona fugas considerables, y la deficiente planeación presupuestaria.
Bajo este contexto, los gobiernos encuentran en el crédito una salida rápida para poder disponer de los recursos que no tienen. El problema es que si bien la ley contempla que el endeudamiento debe servir sólo para inversión productiva y social, en la mayor parte de las veces no se tiene la certeza de que esto así ocurra. Un claro ejemplo de ello es Coahuila, entidad que durante el sexenio pasado multiplicó su deuda por 100, siendo la que más crecimiento tuvo en todo el país, y hasta la fecha se ignora el destino de la mitad de los recursos obtenidos vía créditos.
La propia Auditoría Superior del Estado ha reconocido que el nivel de los pasivos no se reflejó en la mejora de las condiciones de vida de los coahuilenses y, por el contrario comprometió la capacidad financiera del estado para realizar obras y aplicar programas al grado de que por cada peso que se va a inversión pública, al pago de la deuda se destinan cuatro pesos. Pero no es el único caso. Chihuahua, Nuevo León y Veracruz también han incrementado sus pasivos de forma considerable en poco tiempo y sin justificarlos de manera clara y oportuna.
La caída en los precios del petróleo y las expectativas conservadoras del crecimiento del país han obligado a la Secretaría de Hacienda a plantear un escenario de recorte presupuestal para 2015 y de menor disposición de recursos para 2016. Esto quiere decir que el gobierno federal, las entidades y los ayuntamientos tendrán menos dinero para su funcionamiento y, por ende, para invertir en obras y programas. Es fácil suponer que, nuevamente, los gobiernos buscarán en la deuda una salida a la baja disponibilidad de recursos, con los riesgos que esto conlleva.
Hace algunas semanas, el Congreso de la Unión aprobó una reforma constitucional para poner candados al endeudamiento de los estados y frenar el uso discrecional de los créditos. No obstante, sin la voluntad de los gobiernos inmiscuidos y sin los mecanismos adecuados para fiscalizar los recursos, esta reforma sólo podría legitimar daños mayores al erario y pondría en un aprieto mayor a las finanzas públicas. Es por eso que desde la sociedad se debe impulsar y vigilar la construcción de la armazón institucional que le dé sentido y vigencia a la reforma aprobada. En paralelo, se debe exigir a los gobiernos una mayor eficacia en la recaudación de impuestos y en el manejo de los mismos. La transparencia y la rendición de cuentas deben ser puestas al día por la ciudadanía.