¿Dónde quedó el amor?
¿Hemos olvidado ya cómo amar? ¿No nos acordamos ya de todo lo bueno que produce el amor? ¿De dónde ha surgido todo el odio que se ha convertido en divisa cotidiana en tantos países del mundo?
La violencia y los abusos contra los derechos de terceros se están volviendo cada vez más comunes. En Francia un grupo de caricaturistas quiso demostrar al mundo, y a los musulmanes, que tenía derecho de mofarse de su profeta y de su religión. En respuesta un grupo de musulmanes fundamentalistas decidió que tenía derecho a matar a los caricaturistas y a otras personas por esas burlas.
En México un grupo de jóvenes normalistas recibió instrucciones de ir a Iguala a robar autobuses y a reventar un evento político de una primera dama con ambiciones políticas. Alguien en la policía o en el gobierno municipal decidió que tenía derecho a secuestrar y matar a los jóvenes por su delito. Otros jóvenes y un grupo de maestros que no quieren una reforma educativa, porque afectaría sus privilegios, han decidido que como consecuencia de esa matanza tienen derecho a tomar autopistas y casetas, robar vehículos y quemarlos a discreción.
¿Dónde dejamos la tolerancia y el amor? ¿Qué pasó con la idea de que incluso en las peores discrepancias podemos tratarnos los unos a los otros con respeto?
El amor es la fuerza más fuerte que puede unir a dos o más personas. Es un sentido de atracción y afecto que tiene su origen en los instintos de supervivencia de la especie. Si bien el odio y la agresión nos pueden dar beneficios temporales, la experiencia demuestra que las sociedades pueden construir con mayor facilidad un mejor nivel de vida si trabajan de común acuerdo con respeto y afecto.
El amor, en su forma más intensa, es el afecto que tenemos a las personas más cercanas a nosotros. Amamos usualmente a nuestra pareja, a nuestros hijos, a nuestros padres y a unos cuantos amigos que se encuentran en nuestro círculo más cercano. Este tipo de amor surge aparentemente de un esfuerzo de nuestros genes por reproducirse y sobrevivir en otras personas. Queremos a una pareja porque el amor con ella nos permite reproducirnos sexualmente. Queremos a nuestros padres porque en ellos vemos la imagen de quienes seremos cuando seamos de mayor edad. Queremos a nuestros hijos porque llevan nuestros genes y son así parte de nosotros mismos. Queremos a nuestros amigos más cercanos porque serán los más dispuestos a defendernos en una agresión.
El amor, incluso el de menor intensidad que se manifiesta en el afecto y el respeto a nuestros semejantes, es una fuerza que nos permite ser mejores y nos da una mayor capacidad para sobrevivir. Cuando las sociedades tienen luchas violentas en su interior se vuelven débiles y disfuncionales. Si yo mato a un vecino hoy corro el riesgo de provocar una escalada de violencia y terminar muerto yo y hacer correr ese mismo riesgo a mi familia. En cambio las sociedades que aprenden a colaborar y a quererse se hacen más eficientes y prósperas.
Los seres humanos deberíamos luchar por disminuir nuestras razones de disputa y en cambio aumentar las que nos unen en lazos de amor, afecto o cuando menos colaboración. Matanzas como las de Charlie Hebdo en Francia en enero o de los normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014 deberían ser automáticamente repudiadas por los seres humanos. Pero algo malo tenemos en la cabeza porque a pesar de que sabemos que es mejor que nos amemos los unos a los otros al final caemos en el odio con una extraordinaria facilidad.
Twitter: @SergioSarmiento