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Dos fracasos

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Dos aspiraciones concretas iluminaron el cambio democrático hace casi tres décadas: la conversión del PRI en un partido democrático y la unidad de la izquierda. Ambos empeños fueron un fracaso. El PRI ha vuelto a ser el partido piramidal de su época dorada. La izquierda regresa a la fragmentación. A fines de los años ochenta, estas dos causas sintetizaban la ilusión democrática: hacer del partido hegemónico una organización que procesara abiertamente su diversidad y terminar con la atomización de la izquierda para convertirla en opción de poder.

El futuro presidente del PRI pasea por el país para recoger adhesiones. En cada evento se repite el mismo ritual de los elogios. Un cómodo paseo por los antieres. El discurso es el mismo: para fortuna del país, el hombre correcto se hará cargo del partido para respaldar la agenda reformista del presidente Peña Nieto. El ungido repite la línea que ha dicho mil veces: ninguna distancia con el gobierno: cercanía y respaldo. El desfile es una penosa vuelta al pasado. No al reciente sino al remoto. No es un regreso a los tiempos en que un partido todavía en el gobierno quería apartarse de sus hábitos para dar paso a la discusión y al debate, sino al anterior: los tiempos en que cualquier discrepancia era impensable. La actividad pública del PRI reducida a la repetición de vacuidades y a la tributación de los aplausos. La batalla por la democratización del PRI era la aspiración de convertirlo en un partido normal. No era el llamado a una proeza histórica, era la convocatoria a poner al día a un partido. Lograr procesar abiertamente su innegable pluralidad.

El PRI no muestra ya ninguna aspiración de democratizarse. La fórmula misma ha desaparecido de su vocabulario. No hay el menor asomo de debate, de reflexión, de ideas. Y no es que imagine al PRI (o a ninguno de los partidos) como el ágora de las razones, es que sigue en pie la anomalía histórica que representa ese partido. Me refiero a la existencia de un partido político que no es capaz de sostener un debate público sobre su sentido. No aparece por ningún sitio, en ningún rincón del país, un club, un grupo, algún liderazgo que levante la mano y ofrezca ideas, que ejerza la crítica, que canalice institucionalmente la polémica. El PRI sigue siendo, y ahí está el primer fracaso del que hablo, un partido regido por la política subterránea, por la negociación palaciega y los cálculos de la corte. No digo que sea propiedad del presidente. Si algo muestra este relevo es que el poder de Enrique Peña Nieto dentro del PRI es muy limitado. Por eso no creo que esta sucesión sea muestra de despotismo presidencial. Lo que muestra, más que la omnipotencia del presidente, es el hermetismo de un partido impermeable al debate, incapaz de preparar, dentro de sí, alternativas.

El segundo proyecto fue exitoso durante un tiempo. Acaba de encallar. El PRD, desde fines de los años 80 fue el núcleo de las izquierdas. Su fundación fue, en sí misma, un acontecimiento histórico: un arreglo entre corrientes y tradiciones vecinas, pero antagónicas. La legendaria división de esos grupos se superaba en la formación de un partido que, desde el primer momento, tuvo ambición presidencial. Bien se sabía que cuidar la unidad era la tarea esencial. Naturalmente, las diferencias no desaparecieron pero, al final del día, el partido fue capaz de ofrecer una compacta propuesta electoral. La transformación de la izquierda en opción de gobierno, su capacidad para imponerse en espacios tan importantes como la Ciudad de México dependió de la unidad del instrumento. Hoy ha quedado hecho añicos. Los responsables del destrozo de la herramienta son el burocratismo de quienes se apropiaron del partido y el sectarismo de quienes no admiten más palabra que la del caudillo. En esta zona del país los problemas también son los de antier. Abandonada la plataforma de la unidad, la izquierda tiene que lidiar, como en tiempos remotos, con las consecuencias de su división.

El fracaso es doble. La partición, obviamente, debilita a la izquierda. El gran beneficiario de ella fue el PRI en la elección reciente. Si no encuentra una candidatura única, la izquierda irá de mirón a la elección del 18. Pero el fracaso del PRD es más grave aún porque no solamente constituía un trampolín de unidad, sino porque representaba también una plataforma institucional. Con toda su compleja y a veces ingobernable diversidad, con todo y su rijoso tribalismo, el PRD constituía una opción propiamente institucional: una estructura que servía de valla contra el caudillismo.

La frustración se alimenta de estos fracasos. El tiempo corre y la política se estanca o retrocede.

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