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El cañón de las piedras que lloran

A la ciudadanía

MANUEL VALENCIA CASTRO

Durante estos días de Semana Santa, muchos laguneros buscan algunos sitios cercanos para descansar y pasársela bien en compañía de la familia y/o de buenas amistades.

Algunos toman literal el descanso y una buena sombra de un frondoso árbol en un espacio abierto, es suficiente para echarse en un tapete o desparramarse en una de esas sillas campiranas preparadas para mantener cerca una bebida refrescante.

Para otros, pasársela bien significa meterle algo de adrenalina, lo cual aclaro, no tiene nada que ver con algún deporte extremo o con el uso de vehículos todo terreno que quizá puedan ser divertidos, pero que por otro lado ocasionan una serie de impactos negativos como el ruido que destruye parte de la atmósfera que andamos buscando, o la erosión de los ya de por sí maltrechos caminos y carretera vecinales por las que transitamos.

Se trata de caminar, de usar nuestras piernas para hacer largas caminatas y, si aun se puede, de hacer algunos ascensos por sitios a donde pocos, muy pocos urbanos como usted y como yo lo han hecho.

Los alrededores de la Comarca nos ofrecen muchas de estas posibilidades, en particular en nuestras áreas naturales protegidas, en donde sus paisajes aún conservan el modelo de la naturaleza, y por tanto se alejan del efecto modelador (demoledor) del tractor, de la perforadora, de la sierra mecánica, de los explosivos, que han cincelado nuevos y simples paisajes, a veces perfectos las más de las veces horrendos.

Hace unos días visitamos el ejido Barrial de Guadalupe, en la Reserva Ecológica Municipal Sierra y Cañón de Jimulco, después de hacer algunas observaciones en una sorprendente e inesperada población vegetal, continuamos con nuestra visita y nos encaminamos a un cañón que se encuentra enfrente del caserío del ejido, en la Sierra de la Candelaria. Con anterioridad habíamos platicado con Don Aurelio y Don Clemente, su hermano, sobre ese cañón y nos decían que caminando por el arroyo se llegaba a un lugar en donde se iba a bañar la gente del ejido, y que un poco más arriba se podían encontrar Noas muy grandes, para muestra nos enseñó Don Clemente una fotografía en la que aparecía una joven junto a una gran Noa. Cuando preguntamos, con la ingenuidad de siempre, no se nos quita, si estaban muy lejos los lugares mencionados, la respuesta esperada, predicha, no nos sorprendió: "nomás pasando aquella loma sube y ahí ya se pueden ver las Noas."

Lo único fácil fue el inicio, pasamos la única hilera de casas que hay entre el camino que atraviesa el ejido y la entrada al cañón, llegamos a una vereda por la que empezamos a subir, Don Clemente fue nuestro guía.

Caminando por el arroyo con un piso que se movía a cada paso, muy pronto divisamos que algunas piedras calizas aparecían más oscuras que otras, su color azul negro contrastaba con el blanco grisáceo de las otras. Cuando nos acercamos, nos dimos cuenta que una fina capa de agua estaba bajando por la piedra y al levantar la vista, pudimos apreciar que se repetían las piedras llorosas en una parte importante de las paredes adyacentes del arroyo, de hecho nos acompañaron casi a todo lo largo del mismo.

En el fondo del arrollo se captaba la humedad, llenando pequeñas "tinajas" con agua limpia y fresca. A cierta altura encontramos una formación de rocas altas en semicírculo, era el sitio en el que se bañaban, y en el que seguramente se forma una cascada cuando ocurren aguaceros.

Durante todo este trayecto, una gran diversidad de plantas en flor, pero también las espinosas, nos acompañaron, estas últimas nos dejaron algún recuerdo, sobre todo el gatuño y los perritos, cuyo nombre científico dice mucho acerca de su estrategia de dispersión de su especie: Opuntia molesta. Esta planta apenas la rozas te encajan sus espinas en ropa y piel y se desprenden con gran facilidad algunos segmentos de la planta para que los transportes y así, al ser desalojados, probablemente dar lugar a nuevas plantas.

Cuando llegamos al final del arroyo, nos quedaba cerca lo que parecía lo más alto de la "loma", ascendimos hasta un lugar en donde la cima se extendía y se redondeaba con suavidad, nuestra sorpresa fue mayúscula cuando nos dimos cuenta que estábamos en la parte más alta de una de las crestas del Cañón de la Cabeza.

Desde aquí se podía ver la sinuosidad del Río Aguanaval en el fondo y la majestuosidad de las paredes de la sierra serpenteantes. Ni el cansancio, ni las espinadas de los perritos, evitaron sentir el gozo y disfrute de aquellos paisajes, vistos desde una perspectiva sorprendente.

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