A los mexicanos nos vendría mejor que las energías del gobierno se aplicaran en el fortalecimiento de nuestras instituciones de justicia.
Hace exactamente diez años, el secretario General de la ONU, Kofi Annan, seleccionó a quince embajadores para que le apoyaran a reformar el sistema multilateral. Fui seleccionado dentro de ese selecto grupo, en mi condición de Representante Permanente de México ante las Naciones Unidas. Los debates al interior de ese pequeño grupo resultaron fascinantes. Por parte de América Latina, solamente Brasil y México fueron convocados.
Uno de los platos fuertes de estas discusiones fue la idea de elevar el tema de los derechos humanos al rango de Consejo. Ello implicaba equiparar este asunto con los dos grandes pilares que dan razón de ser a la ONU: la preservación de la paz y la seguridad internacional y el derecho de los pueblos al desarrollo económico y social.
El sistema de valoración y protección de los derechos humanos se encontraba en franca decadencia y sujeto de un enorme descrédito, bajo la figura de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos. Solamente sesionaba a finales de año, como si no pudieran presentarse crisis humanitaria en cualquier otro momento. Sin embargo, su falla principal estribaba en que los Estados más poderosos hacían su lista de países condenables y se les sometía a un juicio universal, altamente politizado y sin efecto alguno sobre las condiciones de los países enjuiciados. Típicamente, el bloque occidental ponía en el banquillo de los acusados a países como Cuba, Corea del Norte, Myanmar, Libia o Zimbabwe. Se trataba de un ejercicio calificado en inglés como "naming and shaming", que equivaldría a señalar y avergonzar. Esta dinámica no servía más que para denunciar a países con violaciones flagrantes a los derechos humanos, cuyas autoridades rechazaban en automático como actos injerencistas, actos imperialistas e intentos por desestabilizar a sus gobiernos.
En esas sesiones, previas a la Cumbre Mundial de 2005, México se pronunció claramente en favor de transformar el funcionamiento global de los derechos humanos. Para empezar, todos los miembros de la ONU, sin excepción, deberían ser objeto de un examen periódico en la materia; lo mismo Suecia que Somalia, para que nadie se sintiera señalado o sorprendido por los equipos de evaluación de la ONU. El dictamen final corre a cargo de un grupo de "pares", es decir de otros Estados miembros de la ONU, escogidos de manera aleatoria. Cualquier combinación es posible. Así puede darse la circunstancia de que Irán evalúe a Israel o que Estados Unidos sea calificado por la India.
Por decirlo coloquialmente, todos los países tienen que pasar a la báscula, pues no hay uno solo donde no existan preocupaciones de algún tipo, sea en materia de discriminación, por aplicar la pena de muerte, insuficiente acceso a la justicia, tratos inhumanos o prácticas que lesionen la dignidad humana. El objetivo final de esta reforma era sustituir los señalamientos y la politización por un sistema que privilegie la cooperación y la defensa genuina de los derechos humanos.
En fechas recientes, el gobierno mexicano y el relator de la ONU se enfrascaron en una polémica que recuerda los días del "naming and shaming". El fondo del asunto es que México, lo sabemos bien quienes vivimos aquí, no está para presumir a nivel mundial las condiciones de su Estado de derecho. Se puede discrepar (y creo que con buenas razones) de la metodología y el tamaño de la muestra tomada por el relator de las Naciones Unidas. Pero a los ciudadanos de nuestro país nos vendría mejor que las energías del gobierno se aplicaran en el fortalecimiento de nuestros juzgados, en la profesionalización de las policías o en el combate a la corrupción de los ministerios públicos. Es decir, nos sería más útil que México rescatara el espíritu original del Consejo de Derechos Humanos, aprovechando el arsenal disponible de cooperación internacional para superar vicios y carencias que hasta ahora, solos, no hemos sido capaces de eliminar.
(Internacionalista)