Nunca ha sido buena la relación entre la verdad y la política, dijo Hannah Arendt. Desde el comienzo de la historia el sigilo, el engaño, la mentira se han usado para lograr fines políticos. Puede ser cierto: nunca se ha catalogado la sinceridad como una virtud política. Sospecha Arendt que mentira y política nacen del mismo sitio. La acción es, como la mentira, una forma de negar la realidad. Cuando se actúa políticamente se advierte que la realidad puede ser refutada. Dice Arendt: "la deliberada negación de la verdad fáctica-la capacidad de mentir-y la capacidad de cambiar los hechos-la capacidad de actuar-se hallan interconectadas. Deben su existencia a la misma fuente: la imaginación."
El mentiroso tiene una ventaja sobre los demás. Cocina su interpretación del mundo de tal manera que resulta plausible, coherente, aceptable. Llena huecos, une líneas, ofrece detalles y oculta datos para imprimir verosimilitud. Mientras el sincero se ve obligado a reportar las incoherencias que observa y deja a la intemperie los eventos que se le esconden, el embustero puede moldear su cuento para imprimirle contundencia. Puede ser más fácil creer en la redondez de una mentira que en la pedacería de la verdad. Arendt confía, sin embargo, que la mentira tiene vida corta. Aún los regímenes más autocráticos y complejos, aún los sistemas totalitarios terminan siendo víctimas de su mentira. Quien engaña termina engañándose. El gobierno que miente pierde contacto con la realidad y, en consecuencia, capacidad para actuar en ella. La mayor amenaza de la mentira es el autoengaño.
Arendt reconocía la presencia de la mentira en la política de todos los tiempos. También sabía que la democracia dependía de la sobrevivencia de la verdad. El totalitarismo al que combatió toda su vida era un régimen que tenía que controlarlo todo: la política, la economía, la ley, la verdad. Porque el poder aspira siempre a definir autocráticamente la realidad, porque el poder aspira a rehacer el pasado a su conveniencia, porque el poder desea que los súbditos vean el mundo a través de su palabra, es necesario defender el derecho a la verdad. Verdad sobre los hechos, naturalmente. El pluralismo se alimenta de opiniones, de controversias, de juicios contradictorios. Pero para que ellos puedan ventilarse, es necesario que la verdad de los hechos sea conocida. Dice Arendt en su ensayo sobre la verdad y la política: "La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos. En otras palabras, la verdad factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón configura a la especulación filosófica."
Para explicarlo, Arendt relata una conversación de Clemenceau con un alemán sobre las responsabilidades por el estallido de la Primera Guerra Mundial. ¿Qué cree usted que dirán los historiadores del futuro?, le preguntaron al político francés. ¿A quién responsabilizarán de la guerra? Eso no lo sé, contestó Clemenceau. Lo que sí sé con certeza es que no dirán que Bélgica invadió Alemania. El juicio sobre la guerra podría variar, no el hecho de que las tropas alemanas cruzaron la frontera belga. La falsedad deliberada no es una opinión que invite al debate: es un fraude que lo imposibilitan. No hablo del error, hablo del encubrimiento, de la mentira. El Estado que miente sistemáticamente, el Estado que interviene en la estadística oficial para elogiarse, el Estado que oculta los hechos conspira contra la convivencia democrática.
El foso de credibilidad (la fórmula también es de Arendt) en el que estamos es mucho más profundo de lo que se cree. No estamos frente a un simple problema de imagen gubernamental o una pasajera crisis de confianza. El descrédito de la palabra del Estado le arrebata piso a la convivencia, le arranca sentido a la discusión pública. Sin un piso elemental de verdad, sin una tabla común de conocimientos compartidos sobre lo inmediato no puede haber diálogo, no puede haber ley, no puede haber confianza. El descrédito de lo oficial ha llegado a niveles alarmantes. Ni siquiera frente al evento más traumático de los últimos años el poder público ha sido capaz de ofrecer una interpretación científicamente sólida y creíble. El pasado inmediato se ha saturado de manchones de oscuridad. Episodios dramáticos que han conmocionado a la opinión pública y que tiempo después son enterrados por la incompetencia, la parcialidad, la torpeza y la connivencia del poder público.
Puede ser cierto que hay una relación íntima entre mentira y política, pero sin respeto por la verdad, la democracia pluralista no puede establecerse.