Por el perfil de los nombramientos efectuados este año por Enrique Peña Nieto, se puede conjeturar que el estilo presidencial en ese ámbito tiene una doble vertiente.
En una, el mandatario muestra inteligencia política, calibra correctamente la realidad, advierte el peligro que le puede suponer equivocarse y, desde esa perspectiva y aun a su pesar, la necesidad lo lleva a nombrar al indicado. En la otra, el mandatario atiende a su inteligencia emocional y, por encima de la realidad y la necesidad, privilegia al deseo y la amistad sin reparar mayormente en las consecuencias que la decisión le puede acarrear.
En una u otra vertiente, llama la atención el tiempo que le lleva tomar la decisión.
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Convalidan esa conjetura los nombramientos hechos a lo largo del año.
Dicho en buen romance, el nombramiento de Manlio Fabio Beltrones como virtual dirigente del partido tricolor se inserta en la primera vertiente. En la segunda, las designaciones del hoy ministro de justicia Eduardo Medina Mora y del virtual embajador Miguel Basáñez ante Estados Unidos, así como su aquiescencia para dejar partir a Sergio Alcocer del gobierno en busca de la rectoría de la Universidad Nacional. Las excepciones a esa doble vertiente son los casos del secretario Virgilio Andrade y de la procuradora Arely Gómez que revelan dificultad en la comprensión del problema que los funcionarios debe(ría)n resolver.
Y, de nuevo, el denominador común en todos los casos es la tardanza en tomar la decisión.
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Las señales enviadas por el Ejecutivo en torno al perfil de quien debería tomar las riendas del partido tricolor contrastaron con la decisión finalmente tomada.
El mandatario parecía resuelto a guardar para su círculo cercano el control del partido pero, al final, se inclinó por sumar en vez de restar al interior del priismo. Algo pasó en la reunión de Manlio Fabio Beltrones con el jefe del Ejecutivo, el martes cuatro de agosto hacia la una de la tarde. A su término, salió humo blanco de Los Pinos, pero en dirección contraria a la señalada.
Datos que, quizá, influyeron en el giro fueron dos encuestas: una, relativa a la aprobación y calificación del desempeño presidencial que las ubicaba en su nivel más bajo (Reforma, 31 de julio) y, otra, sobre los presidenciables donde a la cabeza de los preferidos y en distintos careos aparece Andrés Manuel López Obrador. En esta última, un dato extra importante: Beltrones aparece posicionado como un presidenciable, con mejor calificación que Luis Videgaray y Miguel Ángel Osorio Chong en la opinión de líderes (Revista R de Reforma, 2 de agosto).
Dejar fuera del juego político al sonorense que, curiosamente, como López Obrador cruzó el desierto, más allá del deseo, hubiera resultado contraproducente al mandatario y, además, incorporarlo al juego le ampliaba y amplía la baraja de precandidatos priistas a la Presidencia de 2018. El mandatario resolvió, entonces, en atención a la realidad y la necesidad, dar su beneplácito a la presencia de Beltrones en la dirigencia tricolor.
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En el caso de otros dos beneplácitos o nombramientos otorgados por el presidente Enrique Peña, los valores de la amistad y la lealtad, cuando no de la deuda fraternal, parecieran gobernar la decisión.
La llegada de Eduardo Medina Mora a la Corte de Justicia fue hecha con calzador y la designación de Miguel Basáñez para ocupar la embajada de México en Estados Unidos demandará una operación delicada en el Senado si éste llega a enterarse. Más allá de las cualidades de ambos personajes, el mandatario no reparó en la realidad y la necesidad, causando la impresión de que dominó el deseo de corresponder atenciones recibidas por Medina Mora y Basáñez en el pasado.
En otro caso, el de Sergio Alcocer, no es descabellado suponer que el canciller José Antonio Meade consultó con su jefe el deseo del hoy ex subsecretario de competir por la rectoría de la Universidad Nacional. Si así fue, Alcocer cometió dos errores básicos: debió renunciar mucho antes a la Cancillería para reintegrarse a la Universidad y descuidó las formas al dejar sentir que lo enviaban de la torre de la Cancillería a la torre de la Rectoría. Esos errores precipitaron el juego sucesorio en la Universidad y, quizá, terminen por polarizar el concurso en la Universidad, abriendo la puerta a un tercero.
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Los otros dos nombramientos importantes, el de Virgilio Andrade en la Función Pública y de Arely Gómez en la Procuraduría, son extraños.
Ambos casos revelan falta de comprensión del problema a resolver y, por lo mismo, del perfil de la persona indicada para atenderlo. Ambos funcionarios, entre otras, tienen por encomienda resolver los dos principales asuntos que, desde hace meses, tienen en un predicamento al mandatario: los jóvenes desaparecidos en Iguala y la adquisición de inmuebles con facilidades crediticias por parte de la esposa del mandatario y de su secretario Luis Videgaray de manos del contratista Armando Hinojosa.
Pese al tiempo, ambos funcionarios no han dado luces al respecto y sí, en cambio, han sumado problemas a su tarea. En vísperas del Tercer Informe de Gobierno, no hay noticias sobre los jóvenes desaparecidos, las casas, ni de la fuga del criminal Joaquín Guzmán Loera.
El fundamento de esos nombramientos es un enigma.
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Revisar el estilo presidencial de hacer nombramientos no es un ejercicio ocioso.
Antes o durante el Informe de Gobierno, el mandatario tiene importantes designaciones qué hacer, sea porque las dependencias se encuentran acéfalas o porque quienes las encabezan exigen su relevo por razones de salud o de desempeño negligente.
Más tiempo del recomendable se ha tomado el presidente de la República en nombrar cuadros en esos puestos pero, como todo, el tiempo se ha agotado. La interrogante es qué vertiente del estilo presidencial prevalecerá al hacerlos: la que responde a la necesidad o la que atiende al deseo.
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