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El lujo de ser vagabundo

JUAN VILLORO

Los mexicanos tenemos una idea grandiosa del extranjero. Un tío mío usaba esta expresión antes de salir del país: "Me voy a lo asfaltado", anunciaba, como si México fuera un terregal.

Acostumbrados a una vida con apagones y sin calefacción, imaginamos que en los departamentos de Nueva York, París o Londres todo transcurre según los esmerados códigos del confort.

Escribo esta columna con el propósito moral de alertar sobre las incomodidades del desarrollo. Los lugares chic no eliminan las molestias de la vida diaria; sólo las relativizan. Lo que en otras urbes es un horror, ahí se presenta como un impuesto por disfrutar del bienestar.

En 2011 fui a dar clases a Estados Unidos y alquilé un departamento en Manhattan a un amigo que se iba por unos meses a Venecia. Él tenía prohibido subarrendar su loft. Fingió que yo era su primo, no hicimos contrato alguno y propuso que le pagara "una miseria". Como sabía que soy mexicano, antes de mencionar la cifra, preguntó: "¿Estás sentado?". Hizo bien en prepararme. Aquella cantidad "ínfima" se parecía a los intereses de la deuda pública de un país centroamericano. Consulté con amigos que viven en Nueva York y todos coincidieron en que esa fortuna era una ganga.

Al llegar al departamento, vi un rectángulo de poliuretano sobre la cama. No podía tratarse de un alarde decorativo y, en efecto, no lo era. "Quitaron el aire acondicionado y así taparon el hoyo", me explicó el portero. El resto de mi estancia se convirtió en una lucha contra el hoyo.

La primera sorpresa fue que a ningún amigo neoyorquino le llamó la atención el desperfecto. "¿Cuántos metros tiene tu departamento?", preguntaban. La respuesta los llevaba a una reacción francamente molesta. Por ese espacio y esa renta, ellos aceptarían vivir con cinco hoyos en la pared. Dejé de hablar del tema para no parecer puntilloso.

Pero se acercaba el invierno y tenía que tapar el hueco antes de convertirme en un salmón de supermercado. Como buen mexicano, no pensé en llamar a un especialista en agujeros, sino a un "milusos", una persona capaz de cualquier chamba. Sondeé el terreno de la economía informal y supe que en Nueva York los hombres prácticos cobran como instaladores de arte contemporáneo. Esa cotización me dio una idea: pedirle ayuda a un amigo escultor.

Durante décadas, Brian Nissen ha pasado parte del año en Nueva York. Conoce los desafíos de la ciudad, su habilidad manual es infinita y nadie lo supera en generosidad. Además, tiene un rostro de capitán de la flota británica que no se asusta ante tormenta alguna. Le describí mi predicamento y dijo con tranquilo aire de conocedor: "Tienes suerte; en tu barrio hay espléndida basura".

Se refería a que cerca de mi edificio está una de las principales oficinas de correos que por las noches se deshace de magníficos cartones. Fuimos ahí y vimos apetitosas pilas de apetitosos materiales. Pero no sólo nosotros los habíamos detectado. Una de las características de la costosa Nueva York es que está infestada de ratas.

Me detuve en seco y quise volver sobre mis pasos, pero Brian ya había tomado el timón de la travesía. Oteaba el horizonte, planeando la maniobra. Iba a recoger la primera caja a mi alcance, cuando me detuvo con voz firme: "Donde hay más ratas, está el mejor cartón". Entrecerró los ojos hasta distinguir entre las sombras un hervidero de roedores. Ahí nos dirigimos. "Aplaude para asustar a las ratas", ordenó el capitán. Unos minutos de ruido bastaron para demostrar la supervivencia del más apto. Aunque sentí el repelente latigazo de una cola en mi tobillo, la presa fue nuestra.

Ya en el departamento, Brian reveló la diferencia entre mi capacidad manual, útil para parar un taxi, y la suya, capaz de sellar un hoyo con un bloque sin fisuras, a prueba de vientos siberianos. "Parece una muestra de arte povera", bromeó al ver la pieza con la que me salvó del frío.

Cuando me preguntaban cómo me iba en Nueva York, reaccionaba con el orgullo del mexicano de exportación que no se atreve a confesar lo mucho que extraña los tamales. De haber sido sincero, habría dicho: "Peleo con ratas para conseguir buena basura y tapar el hoyo que está sobre mi cama".

Pero los años pasan y uno aprende a transmitir enseñanzas: en las ciudades más desarrolladas, ser un vagabundo es un lujo.

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