En ocasión del Año de la Misericordia a cuya celebración ha convocado el Papa Francisco, resulta evidente reconocer que el nacimiento de Jesús de Nazareth y su presencia en el mundo, es la manifestación extrema del amor y de la misericordia de Dios.
El nacimiento de Cristo fue anunciado a todas las civilizaciones de ayer y hoy mediante una labor de siglos que se contiene en la Biblia, y que se puede resumir en la profecía de Isaías 7.14: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz a un hijo que será llamado Emanuel, que significa Dios con nosotros...".
El Verbo Encarnado es un misterio que los cristianos aceptamos, porque es congruente con el milagro que implica nuestra propia vida, así como la existencia del universo y de las cosas que nos rodean. Si existimos y tenemos vida sin que haya mediado al respecto nuestra voluntad y por experiencia nos sabemos dotados de una naturaleza animal y otra espiritual, la fusión de las naturalezas divina y humana en la persona de Cristo, se torna posible y razonable a la luz de la Fe.
Jesús viene al mundo en circunstancias que en la celebración de la Navidad representamos en el peregrinar de José y María hacia la gruta de Belén. El Salvador se manifiesta por igual a los humildes pastores que a los sabios del oriente que guiados por las profecías y la lectura de los astros, acudieron a reconocer la condición divina del Niño. La Fe es un regalo que alcanza a la persona sencilla o a la más docta, porque la sabiduría de Dios es diferente a la nuestra y con frecuencia discurre a contracorriente de la sabiduría de los hombres.
El hecho de que la celebración de la Navidad coincida con el antiguo festejo del equinoccio de invierno, que llevó a los paganos a celebrar el triunfo del Sol Invicto, confirma que Cristo no vino a cambiar el ritmo de las estaciones ni a trastornar el orden natural, sino a darle un sentido renovado a la creación y reorientarla hacia Dios, restaurando nuestra naturaleza caída, afectada tanto por el mal que nos rodea, como el que procede de nuestros corazones.
La salvación que el Dios Niño nos ofrece, se concreta en el mensaje de paz que los ángeles anunciaron. Cristo disipa las tinieblas y nos compromete a que construyamos el Reino de Dios desde nuestro interior y en el aquí y ahora del mundo, desde una visión que pasando por la Cruz trasciende a la vida eterna, en los términos de la predicación que el mismo Jesús llevó a cabo durante su vida pública y que hoy permanece en el pueblo de Dios que llamamos Iglesia.
Por eso el Papa invita a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad, a compartir los dones que prodiga en nosotros la Misericordia de Dios, con aquellas personas que aún no la han experimentado en virtud de las condiciones adversas que enfrentan, y propone que durante el Año de la Misericordia que inició el 8 de diciembre pasado y concluye el 20 de noviembre de 2016, vayamos en auxilio de nuestros hermanos que viven en la periferia de nuestra vida personal, social y política.
Francisco saca del tesoro de la Iglesia (Mateo 13:52) las Obras de Misericordia y nos las ofrece como amorosa herramienta. El Papa nos recuerda que las obras corporales se concretan en dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, dar posada al inmigrante, rescatar al cautivo; por lo que hace a las obras de Misericordia Espirituales: Enseñar al que no sabe, dar consejo a quien lo necesite, corregir al que vive en el error, consolar al triste, perdonar a los que nos ofenden, sufrir con paciencia los defectos de los demás, pedir a Dios por vivos y muertos.
En medio del cúmulo de emociones que nos asaltan en la Navidad, son legítimas aquellas que nos llevan al encuentro con nuestros seres queridos y a la solidaridad con nuestros hermanos, porque están vinculadas con el Misterio. Otras de esas manifestaciones son de evidente frivolidad, como las relacionadas con el consumo excesivo de bienes materiales que nos asedia.
Celebremos con alegría la Navidad y prolonguemos los frutos que de ella esperamos, transmitiendo a la Misericordia de Dios a todos los hombres y mujeres de nuestro agitado mundo.