La VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá el fin de semana representa un punto de inflexión en la historia del hemisferio occidental. Por primera vez en más de medio siglo los gobiernos de las 35 naciones que conforman el continente se reunieron para dejar atrás la política de enfrentamiento del pasado, discutir el complicado escenario del presente y construir en conjunto una nueva mirada hacia el futuro. La participación de Cuba y el acercamiento de este país con los Estados Unidos marca un hito que pone fin a 57 años de Guerra Fría en el “nuevo mundo”. América ya no es la América del siglo XX y ha entrado, por fin, de lleno al siglo XXI. Pero lo que sigue no será fácil y queda un largo camino por recorrer. Un camino en el que cada una de las naciones inscritas en este capítulo, México incluido, deberá asumir con responsabilidad el nuevo papel que le toca jugar.
De la mano del presidente Barack Obama, Estados Unidos ha dado un golpe de timón a su política exterior en el continente. En un proceso de franca recuperación económica y de cara a los enormes desafíos que le representan Rusia, China y Oriente Medio, la nación norteamericana necesita más que nunca reforzar su liderazgo en América y contar con nuevos aliados. Latinoamérica, inmersa en una tormenta económica que le impide dejar el subdesarrollo, agudizada por los bajos precios del petróleo y de las materias primas, requiere de grandes apoyos para superar sus debilidades en materia de estado de derecho, economía, educación, seguridad, desigualdad y desarrollo tecnológico. No es gratuito que este nuevo concierto americano, impulsado por Estados Unidos, se da cuando varias naciones del sur del continente están mirando a China y Rusia como posibles nuevos socios.
De los discursos de la Cumbre se deduce que existe una conciencia de que el crecimiento y desarrollo de América sólo es posible desde una perspectiva distinta a la considerada hasta ahora. La inseguridad, la migración, la pobreza, el estancamiento económico, son problemas que con matices se reproducen en toda la región latinoamericana y que de alguna u otra forma impactan a la región norte de América. Parece quedar claro que Estados Unidos no puede mantenerse encerrado en su visión hegemónica y dictar desde ahí las medidas que conciernen al hemisferio sin considerar las divergencias profundas que existen en materia social, política y económica. En la reunión del presidente cubano Raúl Castro y su homólogo estadounidense quedó implícito este mensaje: es posible dialogar aceptando nuestras diferencias. Pero la desconfianza y las exigencias persisten. Argentina, Ecuador, Bolivia y Venezuela mantienen su distancia. Cuba, por su parte, espera el levantamiento del embargo.
Para México, el nuevo escenario americano también representa un desafío. Durante dos décadas ha sido el principal socio comercial de la potencia del norte y una puerta de entrada hacia la América Latina. También, durante medio siglo jugó un papel relevante como intermediario en la ríspida relación entre Cuba y Estados Unidos. Estas posiciones sufrirán sin duda una modificación. En la medida que Estados Unidos se acerque de forma directa a los países del sur, México podría perder protagonismo, lo cual le obliga a replantear su rol. Para ello, nuestro país tiene que construir primero soluciones sólidas a sus graves problemas de criminalidad, corrupción y desigualdad, principales lastres que arrastra ahora el presidente Enrique Peña Nieto. El nuevo escenario americano exige asumir visiones y responsabilidades distintas, a partir del fortalecimiento democrático, del desarrollo equilibrado de las regiones del país, de la eliminación de prácticas corruptas y del establecimiento de un verdadero estado de derecho.
Las oportunidades que abre la cumbre del sábado 11 de abril de 2015 para todas las naciones del continente son muchas y complejas. La pregunta es si estamos preparados para aprovecharlas. En el caso de México, el actual gobierno de la República debe comenzar a dar indicios pronto.
