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El Parnaso de la palabra

GILBERTO SERNA

El leve ludir de una hoja sobre otra producido con amorosa brusquedad al pasar sobre un papel la yema del dedo índice es junto a otras sublimes experiencias el inefable placer que sólo la lectura de un buen libro puede proporcionar. Leer es asomarse al mundo prodigioso del ensueño. Nada es más perfecto en las manifestaciones del ser humano que el arte de comunicarse por medio de la palabra escrita. Se dice que las palabras se las lleva el viento, lo que no es así constancia de lo acordado entre dos o más partes, y no haya duda sobre a voluntad expresada oralmente.

En nuestras lecturas de adolescente, apurados por el deseo febril de las aventuras con las que juega una apriorística mente, quien no se extasió en la sabiduría narrativa de Salgari, de Verne, de Twain, de Dickens y de tantos otros que dejaron honda huella en nuestra formación. Con ellos viajamos jubilosos por un mundo fantasioso asistiendo a las peripecias de los héroes surgidos de sus quiméricas plumas. Más delante, frisando los veinticinco años vendrían Homero, Plutarco, Shakespeare, Milton, Baudelaire, Maupassant, Cervantes, Wilde, Tolstoi, Dostoievsky, Balzac y muchos, pero muchos más que ayudaron a forjar los espíritus de mi generación, como un hábil herrero forja el hierro candente en el yunque de la vida.

Una ansia indestructible de comunicación ha aquejado desde siempre a la humanidad. Ya el hombre de paleolítico, careciendo de la mágica cualidad que tiene el pensamiento humano de comunicarse sin que lo impidan las barreras de tiempo. Tómese en cuenta que eran homínidos simiodes con el cráneo aplastado en una mezquina frente de prominente mandíbula, de manos aptas tan sólo para manejar utensilios de caza.

Por cierto, en la comarca Lagunera la cultura no floreció en sus yermos desiertos ni en su población lacustre. Quizá unos toscos petroglifos de aspecto ocre permiten atisbar una chispa de comunicación indescifrable para nosotros que sugieren tabúes egocéntricos del hombre tribal en la búsqueda de su propia identidad.

Más que decir en estos días del libro que delicadamente reposa en nuestras manos para dar alimento a nuestra escasa sapiencia, nada hay sin temor a equivocarme, que iguale la comunicación entre los humanos cuando ésta se produce en un libro. Es nuestro compañero inseparable desde la niñez hasta la ancianidad. Es la memoria de la humanidad, tal, como una máquina de tiempo puesta a nuestra disposición para elevarnos por encima de nuestra farrogosa existencia, transportándonos con suavidad a la locura insólita de un alegórico Parnaso.

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