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El peatón iracundo

JUAN VILLORO

Para medir los cambios de una ciudad hay que analizar el uso de los pies. Dependiendo de la circunstancia, se camina por necesidad, por fe, por deporte, por resignación o por placer. He conocido caminantes de zapatos descuartizados que atraviesan el DF de punta a punta y preguntan en Tlalpan cuánto les falta para llegar a la Villa. Otros se resignan a ser transeúntes cuando no consiguen un taxi y la estación del metro les queda lejos. En los últimos tiempos, los más raros son los que caminan por gusto.

Hace algunas décadas, si uno llamaba por teléfono en busca de un amigo, no era extraño recibir esta respuesta: "Salió a caminar". La escena define a una ciudad donde el tiempo se mataba con los pies.

El ritmo de vida ha cambiado desde entonces. Resulta extraño, por no decir inverosímil, que alguien "salga a caminar" sin meta.

No es lo mismo ir al gimnasio a hacer ejercicio que sentir el repentino deseo de estirar las piernas. Deambular sin rumbo ni horario es uno de los privilegios perdidos del Valle de Anáhuac. Los domingos la gente lleva a sus niños al bosque de Chapultepec o a sus perros al circuito exterior de Ciudad Universitaria, pero estos paseos responden a los programas con los que llenamos el asueto, no a un impulso de ocasión.

Hay gente que ya sólo camina si debe sacar a su mascota. La idea de abandonar la casa sin ánimo definido está en desuso. Hacia 1962, la siesta convertía a mi padre en filósofo peripatético. Al despertar del sueño de quince minutos al que lo acostumbraron los jesuitas, sentía la urgencia de moverse. A través de él descubrí un síntoma que ahora padezco: no caminaba por las calles sino por sus pensamientos. Olvidaba los lugares a los que había ido y podía pasar frente a mi hermana sin reconocerla. A diferencia del viajero, no apreciaba el paisaje; por el contrario, buscaba diluirse en él. Como todos sus afanes tenían que ver con la Universidad, en forma maquinal se dirigía del barrio de Mixcoac a la Facultad de Filosofía y Letras. Regresaba dos horas después, sorprendido de su cansancio.

Lo raro de aquel tiempo no es que se pudiera caminar, sino que se pudiera caminar por Insurgentes. Quien desee hacer hoy ese recorrido, deberá sortear autos estacionados en la banqueta y a los presurosos hombres de chaleco que atienden los reiterados puestos de valet parking.

En Medellín, Colombia, se creó el Parque de los Pies Descalzos para recuperar, no sólo el gusto de caminar, sino de hacerlo sin zapatos. Esta arcadia, digna del Jardín del Edén o una comuna hippie, sería impensable en el DF, donde pronto habrá que usar casco para cruzar la calle.

En ciertos lugares exóticos los peatones tienen derechos. El paso de cebra más fotografiado del mundo es el de Abbey Road, en Londres. Miles de transeúntes se han retratado ahí, imitando la célebre portada de los Beatles, lo cual lleva a pensar en la cantidad de atropellados que habría habido en México, en caso de que se hubiese intentado lo mismo en un paso de cebra vernáculo, capaz de ser visto pero no respetado. ¿Llegará el día en que una señal de tránsito sea entre nosotros "sitio de interés"?

Las agresiones que recibimos al caminar son tantas que nadie puede pedirnos que, además de usar los pies, estemos de buenas. Lo menciono porque he notado una señal de decadencia en nuestras costumbres. Resulta lógico que la gente se asuste cuando te le acercas. Hay tantos asaltos y secuestros que cualquier desconocido causa alarma. Lo peculiar es que en este ambiente de rencilla y paranoia incluso la amabilidad se ha vuelto ofensiva.

Describiré una situación poco frecuente que, cuando se produce, condensa el deterioro capitalino. Un coche se detiene ante un peatón y cede el paso. ¿Cómo reacciona el caminante acostumbrado a los abusos? Rechaza esa insólita cortesía y, a su vez, cede el paso con un displicente ademán. Si el conductor insiste en mostrar que la deferencia es el compensatorio atributo del más fuerte, se desata una rivalidad digna de dos samuráis que compiten en saludar antes de matarse.

Mil veces agraviado, el peatón se niega a recibir esa esquiva propina cívica. Por dignidad, pide otro ultraje. Si finalmente acepta pasar frente al coche, golpea el cofre y le recomienda al conductor que vaya a ser amable con su madre.

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