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Antonio Álvarez Mesta

En mis ya lejanos años de adolescencia establecí dos compromisos conmigo mismo: leer cuanto libro pudiera y aprovechar las cápsulas de cultura que la televisión mexicana ofreciera. Fui afortunado porque tuve un padre al que vi disfrutar mucho con la lectura y con los contados espacios culturales que la televisión brindaba. Así, de la manera más natural, sin presiones, simplemente por el diario ejemplo paterno a mí se me antojó leer y poner atención a intelectuales que semana a semana tenían pequeños espacios en la televisión. Personalidades como Octavio Paz, Juan José Arreola, Salvador Novo, Maruxa Vilalta, Ikram Antaki, Luis Spota, Gutierre Tibón, Luis G. Basurto, Eraclio Zepeda, Andrés Henestrosa, José Agustín, Ricardo Garibay. De todos ellos había libros en la casa en que crecí. Por lo tanto puede decirse que los disfruté por partida doble.

El fallecimiento de Jacobo Zabludovsky provocó todo tipo de reacciones en México. No podía ser de otra manera por lo influyente que fue su noticiario 24 horas a lo largo de tres décadas. Como era de esperarse en un país proclive a juicios extremistas y a posturas irreconciliables, mientras unos idealizaron su trayectoria y le cantaron loas, otros, sin ninguna piedad, se cebaron con la crítica más acerba recordando que su programa de noticias estuvo siempre al servicio del establishment. Procurando la ecuanimidad, hay que reconocerle a Zabludovsky por lo menos dos méritos: 1) Su uso pulcro del idioma basado en abundantes lecturas de calidad (Joaquín López Dóriga se encuentra a años luz de su categoría); 2) reservar espacios de su programa para la participación de pensadores.

Allí vi muchas veces al escritor Salvador Novo, quien en su condición de cronista de la Ciudad de México, hablaba desde el imponente Museo Nacional de Antropología, recién construido por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. Se me quedó muy grabada la insistente recomendación de Novo -quizá influido por su entrañable amigo, el erudito filólogo y sacerdote Ángel María Garibay- de escribir palabras como 'Tenochtitlan' y 'Teotihuacan' sin tilde, ya que el idioma náhuatl carece de vocablos agudos. Leí con fruición obras de teatro, ensayos y poemas de su autoría y con el tiempo descubrí que aquel ilustre escritor tenía una arista burlona, soez y vengativa con la que lastimó a las celebridades con las que tuvo pendencias. Novo, sin duda era un enemigo de temer, y eso lo comprobó, sufriéndolo en carne propia, uno de los novelistas que más leí en mis mocedades, Luis Spota. Cuando este autor de obras tan amenas como Palabras mayores y La víspera del trueno tuvo el atrevimiento de comentar en una de sus columnas que un reconocido escritor homosexual (se sobreentendía que era Salvador Novo) por las noches rondaba por el Colegio Militar en busca de amoríos, recibió como rápida y pública respuesta estos versos fulminantes: Este grafococo tierno/ tiene por signo fatal/ en el apellido paterno/ la profesión maternal.

Además de Luis Spota, Novo hizo escarnio de otros pesos completos de la vida cultural en México como Ermilo Abreu Gómez, José Bergamín o Diego Rivera.

A Rivera no le perdonó un ensayo titulado Arte puro: puros maricones, en que el pintor denigró al arte, de burguesillos que diciéndose poetas puros crean un arte subjetivo, decadente, abyecto e inútil. Así que le dedicó un escarnecedor y procaz texto llamado La Diegada en que se burla de Rivera incluso resaltando el hecho de que el escritor Jorge Cuesta aprovechó sus viajes a la Unión Soviética para seducir a Guadalupe Rivera: Dejemos a Diego que Rusia registre, / dejemos a Diego que el dedo se chupe, / vengamos a Jorge, que lápiz en ristre, / en tanto, ministre sus jugos a Lupe.

Ese proceder agreste de Novo provocó insólitas condenas hasta en Octavio Paz, quien no titubeó al describirlo así: “Novo tuvo mucho talento y mucho veneno, pocas ideas y ninguna moral. Cargado de adjetivos mortíferos y ligero de escrúpulos, no sirvió a creencias o idea alguna, no escribió con sangre sino con caca”.

Correo-e: antonioalvarezmesta@hotmail.com

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