La masificación del uso de las llamadas redes sociales y en particular -aunque no en exclusiva- del Facebook, revela de manera extraordinaria nuestra dificultad para distinguir entre el ámbito de lo público y lo privado. Queda claro que la frontera entre ambas esferas es tenue y por momentos confusa, pero hay situaciones sobre las que no debería haber equívoco alguno, como en el caso de las relaciones sexuales que tendrían que permanecer en la intimidad de quienes las sostienen.
Pero no, hoy pareciera que en ese afán por mostrar que sí existimos y que valemos la pena, hacemos público lo que sea, sin importar las consecuencias y sin experimentar remordimientos, al menos, hasta que llegan los primeros comentarios de los demás. "¿Cómo se atreven a meterse en nuestras vidas?", nos preguntamos, sin darnos cuenta de que fuimos nosotros quienes los invitamos al festín. Fuimos nosotros los que les dimos la ocasión porque consciente o inconscientemente, vulneramos nuestra privacidad al publicarla, trastocando así su naturaleza.
De manera un tanto paradójica, también las redes sociales han permitido que se publique lo que algunos miembros de la clase política gobernante hubieran deseado que se mantuviera en privado: el uso patrimonial que le dan a lo que no es suyo, verbigracia, el helicóptero de la Conagua utilizado por David Korenfeld y su familia. Se sabe que como ése, hay muchos ejemplos.
Ahora bien, aunque similares en su origen, la publicación de lo privado y la privatización de lo público no son igual de dañinas. La razón es sencilla: cuando alguien hace pública su intimidad, el daño que se ocasiona suele no ir más allá de su persona y, en todo caso, de los seres queridos que resultan lastimados dependiendo de la naturaleza de la publicación. La privatización de lo público en cambio nos daña a todos. Y sí, aunque precisamente a raíz de la confusión de una y otra esfera no logramos apreciar con claridad el mal ocasionado, éste existe y es en parte la razón de por qué el país está en las condiciones actuales.
La corrupción es, por supuesto, la forma más grosera de apropiarse de lo público. Pero, está lejos de ser la única. En su modalidad más sofisticada, la privatización de lo público se ejecuta por caminos totalmente legales, porque se acomodan las leyes para facilitar que así suceda. Allí está el tema del agua, por ejemplo. ¿A quién se le ocurre siquiera pensar en la posibilidad de hacer privado uno de los elementos más básicos para la vida?
Pero no, no sólo los políticos pasan por encima de lo público. Suelo decir que lo que mejor ejemplifica nuestra vinculación con aquello que en teoría es de todos, son los baños públicos, sitios que se destacan precisamente por su mal estado. Los sanitarios en los espacios públicos deberían ser ejemplo de limpieza y todos tendríamos que hacer lo necesario para mantenerlos así, por el simple hecho de saber que otros lo utilizarán. Sin embargo, son lugares que dan asco por sus malas condiciones y en vez de arreglarlos, cada uno de nosotros, como usuarios, los ensuciamos más. Algo similar a lo que hacemos los ciudadanos con los baños públicos, es lo que hacen los gobernantes con los bienes públicos: los ensucian sin pudor de todas las maneras en que les es posible.