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Escena navideña

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Adela Celorio

"Es tan fácil ser mala sin darse cuenta, ¿verdad?"- Anne Shirley

Una de las mejores cosas que nos ofrece la Navidad, es la autorización para el exceso. Compramos, comemos y bebemos de más, nuestras propinas son más generosas y el aparente gozo del entorno, nos induce a comportarnos como si fuéramos millonarios. Hay tanto de dónde escoger, tantas tentaciones, todo nos convoca a echar la casa por la ventana. ¡Pobres, absténganse!, el mes de diciembre es para los ricos de este mundo. Para gastar y festejar, ¿qué? ¡Ah, sí!, al pequeño Jesús, que es por cierto el único pobretón que se acepta en estas celebraciones. Desnudito y con mucho frío; año tras año desde su humilde pesebre, el pequeño niño nos mira festejar su llegada y sus enseñanzas de humildad, en medio del derroche. Iluminación, villancicos, brindis, obsequios… todo es tan lindo.

Y así, entre linduras andaba yo, baboseando entre los congeladores de Sams, cuando sentí el jalón y sorprendí a la mujer sacando la cartera de mi bolsa. ¡Ay, Dios!, ¡cómo me puse! Mi cuerpo reaccionó en automático y además de arrebatarle la cartera, empujé, zarandee y maltraté a la mujer: “¡vieja ratera!”. La gente se amontonó. “¡Me estaba robando!”, gritaba yo. “Cálmese, ¿está usted bien?”. “¡Ayyyy!, me estaba robando…”. “¡¿Le pegó o la lastimó?”. “No, yo le pegué a ella”. “¿Entonces por qué grita así?”. “¡Porque me estaba robando!”, volví a gritar. “Bueno, al menos no le hicieron nada”. “Pues no, ¿pero y el maldito susto…”. “¿Quién?, ¿dónde está?, ¿cómo era la ladrona?”, preguntaban los hombres de seguridad. “¡Ayyyy, me estaba robando..!”.

Ante mi histeria desaparecieron hablando no sé qué por sus walkie-talkie mientras yo, todavía en shock, pero con la seguridad que me daba la cartera recuperada, seguí comprando hasta que vinieron los uniformados a buscarme: “la detuvimos cuando intentaba salir, ahora debe usted acompañarnos para identificarla, me ordenaron”. “¡Ay no!, si casi ni la vi”. Pero fui y la identifiqué fácilmente porque siendo una mujer joven, le faltaban varios dientes (juro que yo no se los tumbé, ya estaba chimuela desde antes). “Sí, es ella”, dije.

Rodeada de los cuatro guardias que la detuvieron cuando intentaba salir de la tienda, la mujer, descompuesta, temblaba de miedo: “no, no, yo no…”, repetía. Pase por favor a levantar un acta, va usted a acusarla de robo.

Bien tarde recordé aquel pasaje de Los Miserables de Víctor Hugo, en el que monseñor Bienvenido, un genuino hombre de Dios; cuando los gendarmes le presentaron a Jeann Valjean quien después de ser acogido generosamente en la casa de monseñor, huyó robando la cubertería de plata.

“Lo encontramos cuando iba como huido y lo detuvimos para registrarlo; y como vimos que llevaba toda esa plata…”, explicaron los gendarmes. “Él les habrá dicho ya”, interrumpió el obispo sonriendo “que se la había dado un cura viejo en cuya casa había pasado la noche, ¿no es así?”. Y dirigiéndose a Juan Valjean le dijo: “me alegro de verte. ¡Pero hombre!, yo te había dado también los candelabros de plata, de los que podrás sacar muy bien doscientos francos”. “Entonces, ¿podemos dejarlo marchar?”, preguntó un gendarme. “Claro que sí, respondió el obispo, todo ha sido un error”. “Y, amigo mío, antes de marcharte, debes llevarte los candelabros”. Y el hombre de Dios se dirigió a la chimenea, tomó los dos candelabros y se los entregó a Valjean diciéndole como despedida: “Hermano mío, ya no perteneces al mal, sino al bien. He comprado tu alma, la aparto de los pensamientos negros y se la entrego a Dios”.

Y sí, recordé todo esto, pero como dije antes, lo recordé muy tarde. En el momento en que me conminaban a acusar a la chimuela de robo, sólo respondí: “Oiga, no, ni siquiera alcanzó a robarme, ¿por qué mejor no agarran al Chapo?”, y con mi bolsa bien abrazada, seguí comprando. En esas estaba cuando sonó mi celular. Era mi hija. “¿Qué onda mamá, dónde andas?”. Y yo no sé por qué pero volví a gritar “¡Ayyy, me estaban robando!”.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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