El caso de la adquisición de residencias por parte del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, y sus allegados, construidas por empresas que han sido beneficiadas con múltiples contratos de obra pública, ha puesto una vez más en evidencia las fallas, lagunas y simulaciones que existen en el sistema de fiscalización y control del desempeño de los funcionarios públicos en México.
Para intentar salvar las críticas que se han lanzado contra su gobierno por lo que se considera un conflicto de interés, el primer mandatario tomó la decisión de "reactivar" la Secretaría de la Función Pública, la cual se encontraba acéfala desde hace 26 meses debido a que sería sustituida por la Comisión Nacional Anticorrupción que no ha entrado en operación.
Para ocupar el cargo de secretario de la Función Pública, Peña Nieto nombró a Virgilio Andrade Martínez, un abogado y maestro en administración pública cercano al Partido Revolucionario Institucional y al propio presidente. De 2003 a 2010 fue, a propuesta del PRI, consejero del extinto IFE. Y en el gobierno federal actual ocupó el puesto de comisionado federal de Mejora Reguladora de la Secretaría de Economía.
La primera encomienda que el titular del Ejecutivo Federal le dio a Andrade luego del nombramiento como nuevo contralor federal fue precisamente la de investigar si existe o no conflicto de interés en el caso de las residencias y los contratos a las empresas de las familias Hinojosa y San Román. Los cuestionamientos surgieron en automático: ¿cómo puede un subordinado investigar a su propio jefe?
Existen serias trabas legales para que la Secretaría de la Función Pública indague si existe o no conflicto de interés. Uno: dicha dependencia oficialmente desapareció en enero de 2013 con la modificación a la Ley de Administración Pública federal; para que vuelva a existir la ley debe ser modificada. Dos: las leyes en México son muy ambiguas en su abordaje sobre el ilícito en cuestión. Y tres: en México, el presidente de la República sólo puede ser enjuiciado en caso de traición a la patria y por cometer delitos graves del orden común.
Pero más allá de estas trabas, existe otro asunto de fondo que tiene que ver con la inoperancia de los órganos fiscalizadores de la función pública. Es una falla del sistema, el cual está viciado de origen en los tres niveles de gobierno. La falla salta a la vista: las contralorías dependen de los titulares de los poderes ejecutivos. Es decir, al formar parte del organigrama gubernamental y carecer de autonomía, es el gobierno investigándose a sí mismo. La simulación es evidente y para lo que alcanza es para sancionar a funcionarios de segundo o tercer nivel. Y esto ocurre también en los estados y en los ayuntamientos.
A manera de contrapeso fueron creadas entidades ajenas a las estructura gubernamental para revisar los manejos de los recursos públicos y detectar posibles desviaciones presupuestales y daños al erario. Estas entidades son las auditorías u órganos superiores de fiscalización. Sin embargo, en todos los casos dichos organismos carecen de facultades para sancionar, sólo pueden hacer observaciones y presentar denuncias penales cuando no son solventadas. El problema es que las denuncias se presentan ante las procuradurías o fiscalías que, otra vez, dependen de los poderes ejecutivos.
El Siglo de Torreón publica hoy un reportaje elaborado por la Agencia PAR (a la que el diario pertenece) en el que se evidencia la ineficacia del modelo de fiscalización y control. En este sentido, el caso Coahuila ofrece un claro ejemplo. Entre 2011 y 2013 la Auditoría Superior del Estado (ASE) hizo 9,454 observaciones a las cuentas públicas del gobierno estatal y los ayuntamientos. De ellas, sólo 1,201, es decir, apenas el 12.7 por ciento, fueron aclaradas. Lo que sorprende es que del resto, 8,253, que no fueron solventadas, se derivaron únicamente 27 denuncias penales ante la Procuraduría General de Justicia del Estado. Y a pesar del tiempo transcurrido, ninguna ha tenido resolución. O sea, no hay sanción por las irregularidades detectadas, entre ellas las relacionadas con la deuda estatal.
Algo parecido ocurre con los otros siete estados revisados. Las causas de los nulos resultados en materia de controles de los funcionarios públicos, sobre todo, los de alto nivel, se pueden encontrar, por una parte, en lo que lo ya mencioné: la carencia de "dientes" de las auditorías; pero, por la otra, y más aún, en la ausencia de autonomía real de estos órganos fiscalizadores. Al menos en los casos analizados, los encargados de las auditorías son personas cercanas o vinculadas al poder estatal. Nuevamente Coahuila es un claro ejemplo de ello, y Durango también.
Armando Plata, titular de la ASE de Coahuila, fue subsecretario de la Función Pública durante el gobierno de Humberto Moreira, quien dejó a la entidad con una deuda superior a los 35,000 millones de pesos que no ha sido transparentada en su totalidad. Por su parte, Luis Arturo Villarreal, de la Entidad de la ASE de Durango, ha trabajado en dos gobiernos priistas en la capital del estado, uno de ellos encabezado por Ismael Hernández Deras, antecesor del actual gobernador Jorge Herrera Caldera.
Si se considera todo lo arriba expuesto, es explicable que el sistema de fiscalización no haya servido hasta ahora para abatir la proverbial corrupción que aqueja a nuestro sistema político. Los requisitos básicos e indispensables para que un modelo de control de la función pública sea eficiente, es que las instituciones encargadas de aplicarlo cuenten con autonomía real y facultades suficientes. Si el sistema anticorrupción que se discute en estos momentos en el Congreso de la Unión no cuenta con ellos, difícilmente se podrán ver avances sustanciales.
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