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¡Pobre Mujer!

Sin el afán de volcar un sentimiento de lástima, misma que a veces en exceso, más que lástima, lastima, he de referir el caso de una mujer, como las hay, que en los últimos años vivió y disfrutó de un acompañante inseparable y fiel que la consentía y seguía sus pasos “como un duende”, dirían los “Dandys”.

Ese acompañante conocía todo de ella, hasta sus más íntimos secretos y cuya información guardada en su memoria jamás saldría a la luz pública y no serían nunca motivo algunos de una traición.

Con él realizaba las tareas diarias, comían juntos, hablaban, iban a los mismos lugares y hasta tenían amigos en común.

Sus largas conversaciones se prolongaban algunas veces hasta muy entrada la noche o se iniciaban apenas rallaba el sol en el horizonte.

Él nunca emitió una queja, se aguantaba todo, asoleadas, lluvia, viento, desveladas y el premio a su lealtad era estar siempre muy cerca de ella.

Nunca los oí pelear ni discutir, como que fueron hechos el uno para el otro.

En momentos de tristeza o depresión él la consolaba pues inmediatamente le comunicaba con un amigo o amiga que escuchara sus penas; él presente, al pié del cañón como lo hiciera desde el primer día que llegó y llenó su vida.

Él la distraía y a veces hasta estuvieron a punto de sufrir o provocar un accidente por esas distracciones.

Algunas veces mostró que él era más importante que unas buenas calificaciones del colegio de sus hijos o los logros familiares; otras veces cortó una conversación con sus padres tan solo por atenderlo y en varios eventos se vio alejada de las demás personas porque en su mente solo estaba él presente.

Él le escuchaba a todas horas, algo que le gusta mucho a las mujeres; con un movimiento de sus manos él le acercaba lo que ella requería: afectos, comida, vacaciones, pagos, depósitos y hasta reservaciones hoteleras o aéreas. Se había vuelto indispensable para ella y ella muy dependiente de él.

En sus noches bohemias la escuchó maldecir, gritar, reclamar, rogar, pedir, gozar y llorar por los viejos recuerdos de amores perdidos. Sin embargo él nunca le reclamó nada; paciente solo atinaba a estar a su lado al alcance de su mano y sus caprichos.

Pero nada es para siempre, un mal día él desapareció y ella no supo dónde quedó. De pronto su mundo se vino abajo y tras la pérdida vino la desesperación, lo buscó por todos lados, bares, casa, auto, bancos, negocios que visitó y no lo pudo encontrar; se había extraviado aquél que conociera más del ochenta por ciento de su vida.

Pasados los días, aquella mujer perdió contacto con el mundo exterior, no recordaba ningún número telefónico para llamar a sus amigas, ni siquiera el de la escuela de sus hijos para avisar que no podría pasar por ellos a la hora de salida; estaba perdida pues no recordaba muchas cosas. El mundo que con su acompañante era tan pequeño de pronto se volvió gigante. Ya no había comida rápida, ya no hubo despensa a domicilio, estaba casi totalmente aislada.

Cómo extrañaba esas pláticas matutinas cuando volante en mano a cien kilómetros por hora por la autopista Torreón-San Pedro devoraba las distancias ante el pavor de sus hijos puestos en el asiento trasero y con él, ella, hablando.

Cuántas mentadas recibió por las invasiones de carril que hizo sin voltear a ver los espejos laterales de su camioneta pues al hacerlo debía soltarlo de su mano.

Qué convivencia tan coincidentemente convenida.

Pero ahora, solo tristeza y silencio; así fue amigos, su celular se había perdido y una mano ajena seguramente ahora lo manosearía, lo manipularía, tal vez con menos respeto y cariño con el que ella lo hacía. Alguna lagartona estará ahora disfrutando de lo que él le supo dar.

Pobre mujer, tan incomunicada ahora, tan lejos de la conversación cara a cara, tan lejana de todo, del “feis”, del “tuiter”, del “güas-sap”.

Pero en breve, y muy a su pesar, deberá enterrar los recuerdos y buscar otro acompañante que como el anterior le brinde esas satisfacciones a las que ella está tan acostumbrada.

Al fin que para eso trabaja la tecnología.

Miguel Gerardo Rivera

Gómez Palacio, Dgo

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