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El ateísmo de los creyentes

En tiempos ya lejanos ser ateo era una situación más bien rara, se puede decir que no existía ni en las culturas más primitivas; en todo el mundo los seres humanos se movían alrededor de algún dios. A partir del Siglo XVIII, el iluminismo empezó a afirmar que sólo las mentes ignorantes o alienadas podían seguir creyendo en la existencia de Dios. La adopción del ateísmo fue como un sello de identificación para ser considerado como intelectual. Fue éste un ateísmo de moda, esnobista, vanidoso, y hasta falso en ocasiones, pues a la hora de morir, muchos de estos ateos se refugiaban en la fe que algún día tuvieron. Hay todavía muchos ateos de este tipo.

Recuperar la humildad y con ella la capacidad de aceptar que el universo no es una masa informe de materia, sino una maravilla en la que priva una armonía y un orden extraordinarios, tanto en su dimensión macro cósmica como en la micro cósmica, es el camino para estos ateos. Ante estos hechos, una mente honesta no puede menos que reconocerse humilde y deducir que atrás de este prodigio tiene que haber una poderosa inteligencia creadora y reguladora. Albert Einstein decía el respecto: “Todo aquél que se encuentra comprometido con la ciencia llega a convencerse de que en todas las leyes del universo está manifiesto un espíritu infinitamente superior al hombre ante el cual debemos sentirnos humildes.

Pero existe otro tipo de ateísmo, más generalizado aunque menos explícito: El de los que afirmando ser creyentes (de cualquier religión) actuamos como si Dios fuera irrelevante para nuestra vida cotidiana, lo encerramos entre las paredes de los templos para adorarlo sólo un determinado día u ocasión y nada más. Esta clase de ateísmo, no declarado pero real, es más peligroso, pues al perder el creyente la referencia de su vida a Dios, no sólo empobrece su horizonte ético sino que abre un espacio a un relativismo en el que todo se vale, o a un fundamentalismo fanático que se queda en las formas de una religiosidad que se olvida de su esencia, situación ésta que, como podemos constatarlo, termina por germinar odio por quienes no piensan como ellos.

El remedio para este ateísmo oculto se encuentra en una fe viva; es decir, en una fe que no sea un refugio para ocultar la ignorancia, un sentimentalismo espiritual barato para “sentir” bonito, o una fe “milagrera” útil sólo para sanar los males físicos o la “mala suerte”,

Este tipo de fe nace de la escucha silenciosa del Dios que habla a nuestro yo más íntimo cuando oramos como sea que lo sepamos hacer. Sin imponerse a nadie, pero proponiéndose a todos, Dios está ahí para quien lo busca de verdad, Él se revela de una manera peculiar, indefinible, que impulsa a tratar de ser un mejor ser “humano”, con todo lo que eso pueda significar, y, más aún, inspira a luchar para ser, desde nuestras imperfecciones, “Su imagen y semejanza”, con todo lo que esto pueda significar. Analizando los discursos pronunciados por el Papa Francisco en el Senado de Estados Unidos y en la ONU, se deduce que a Él no le preocupa tanto de qué lado o en cuál religión está Dios, sino que Dios, el Dios del amor, como quiera que se le llame en cada cultura o pueblo, esté de verdad en el corazón de cada hombre que lo invoca de una u otra forma. Según Francisco, unidos en Él y por Él, es la única manera eficaz para que se pueda crear un mundo más justo y fraterno. No se vale ya ser un creyente ateo.

Dr. Rodolfo Campuzano

Ciudadano de La Laguna

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