Gozo de amanuense
Hace poco me pregunté qué emociones podrían haber sacudido a cualquier ignoto amanuense de la yerma Extremadura si un día hubiera recibido comunicación de un descendiente de Cervantes, el genial creador del Quijote de la Mancha, no en este tiempo, sino en su propia época.
La pregunta se me ocurrió cuando recibí en mi celular llamada del maestro Gabriel Yáñez, hijo del escritor Agustín Yáñez, autor de geniales novelas de la literatura mexicana, destacadamente las de la trilogía Al filo del agua, Las tierras flacas y La tierra pródiga.
Como se dice ahora en el argot de las comunicaciones, el maestro Yáñez “me marcó” porque había tenido referencia de un libro (módico en páginas) que publiqué en abril de este 2015 con el doble título de Mi iconografía del barrio de Yáñez (en Guadalajara) y Que dónde nació Agustín Yáñez.
El librito reúne dos crónicas y una buena cantidad de fotos, entre ellas las de las fachadas de la casa donde nació Yáñez, en Guadalajara y de la casa donde pasó parte de su infancia y su juventud en la capital de Jalisco, y las de edificaciones y calles del que yo llamo Barrio de Yáñez.
Quise publicar ese librito como un homenaje personal al escritor que me hizo conocer -y estremecerme con- la palabra literaria cuando gocé la más famosa de sus novelas, Al filo del agua; al autor que me maravilló con su agudeza para trazar retratos y entretejer historias en Las tierras flacas y, en fin, al creador de la atmósfera psicológica y tropical de La tierra pródiga.
Claro que esas escuetas caracterizaciones de las tres mayores novelas de Yáñez no sugieren ni una brizna de la magia de su magistral palabra, ni el fino y recio tejido de sus historias, ni la agudeza con que escudriña las almas de los personajes, las comunidades y las situaciones que crea.
Sin embargo, en el librito apenas menciono las tres novelas citadas, así como otras obras, porque dedico la casi totalidad del espacio a volúmenes anteriores. Flor de juegos antiguos y Los sentidos al aire, principalmente, son los libros que llevaron mis manos al teclado de la laptop.
En ambas obras, Agustín Yáñez hace vivir a sus personajes en lo que se conoce como Barrio del Santuario, en Guadalajara, mismo que yo prefiero llamar Barrio de Yáñez. En los dos libros he gozado -y gozo- el deslumbramiento de la palabra ricamente artística.
Aparte, me dan la oportunidad de reencontrar motivos para evocar los jirones de juventud que pasé en aquella ciudad. Y más aparte, la mención de sus calles me ha llevado a disfrutar el extraño placer de contemplar fachadas relucientes de señales de estética arquitectónica e historia.
En fin, mi libro dedicado a decir que soy admirador de la obra literaria de Agustín Yáñez y que he reencontrado en ella la Guadalajara de mi juventud, una Guadalajara cuyo centro histórico pueden mis ojos apreciar como no lo hicieron en aquellos años, provocó la llamada del maestro Gabriel Yáñez.
El maestro Gabriel -quien lleva el nombre de uno de los personajes principales de Al filo del agua y que reaparece en Las tierras flacas y en La creación y creo que también en Las vueltas del tiempo- me llamó para preguntarme por mi libro y solicitarme unos ejemplares.
Cuando se identificó como hijo del autor de toda aquella obra literaria me hizo sentir como quizá -decía yo al principio de este pergeño-, se sentiría algún artesano de las letras, empolvado amanuense de yermos extremeños al que se hubiera dirigido algún familiar de Miguel de Cervantes.
Qué hay atrás de todo esto. El poder de la literatura, el placer de la palabra artística, la emoción de reconocer el genio que puede desarrollar el ser humano, la posibilidad grata de acceder a realidades alternas encerradas en los libros, la emoción ofrecida por la lectura de obras escritas para entretenerse.
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