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GSA

FEDERICO REYES HEROLES

Imaginemos Iguala -hoy tristemente mentada- hace casi un siglo. Su nivel de integración nacional y desarrollo, su oferta educativa. Pues justo allí nació uno de los mexicanos contemporáneos que más huellas institucionales ha dejado a México. ¿Cómo llegó ese niño, ese joven a la Facultad de Medicina de la UNAM?, ¿cómo obtuvo el doctorado en química Fisiológica en la Universidad de Wisconsin en el remoto 1956? Vaya saltos. Y de allí a crear el departamento de Bioquímica en el Instituto de Nutrición que fue sólo el primer paso en la creación y recreación de muchas instituciones. Detrás de ese mexicano hay un impulso con grandeza.

El hombre público nace y se hace. Nace en tanto que la vocación de servir al prójimo es consustancial a la personalidad. Pero no todos se afanan en desarrollar esa inclinación. Servir a los otros en gran escala requiere de andamiajes. Pongamos el caso de los médicos. Desde la consulta privada el impacto es, al final de día, concreto pero limitado. Atender un caso de EPOC o diabetes debe traer una satisfacción personal. Pero esa emoción sólo se potencializa cuando se puede ir a las causas de los males. Por eso vocación pública y servicio público se entretejen. Esa experiencia es oro molido, pero muy pocos se toman el trabajo de dejar un testimonio a las futuras generaciones. Resultado: un abismo entre lo que es el verdadero ejercicio del servicio público y lo que desde fuera elabora el imaginario colectivo.

Las memorias son riesgosas. La tentación de rendir un informe sin riesgos conduce a tabiques aburridos y de poca utilidad. Contar los sucesos aceptando tropiezos y aciertos con el único afán de que el otro conozca la complejidad y se forme su propio juicio, es algo muy útil, pero excepcional. Además quienes ejercen el servicio público tienen familia, amigos, simpatías y antipatías, y todo ello juega un papel en su desempeño. Ocultar ese territorio es mentir. Que la inevitable subjetividad no gobierne, es muestra de madurez y un arte.

Guillermo Soberón Acevedo (GSA) ha hecho una entrega notable. Se trata de un libro donde él, colaboradores y amigos, ordenan su larga vida pública. El libro va desde Iguala hasta sus batallas más recientes en Funsalud y la creación del Instituto Nacional de Medicina Genómica, otra creación pionera. En El médico, el rector (FCE) Soberón sigue una pista central: aprovechar las oportunidades de servir. Impulsor de la bioquímica, de la bioética, de los servicios de salud pública, Soberón se desnuda como lo que es: un gran previsor. Mirando siempre al futuro impulsó a una generación de médicos con visión social. Sus huellas están en todo México.

Con esa misma óptica de futuro desde la Rectoría de la UNAM impulsó una auténtica descentralización, encausó la vida sindical y salvaguardó la academia. Un joven que va al Centro Cultural Universitario a un concierto, al teatro, al cine no necesariamente sabe que esas instalaciones de excelencia son producto del empeño de GSA en los años setenta. Pero hubo más. En él recayó la responsabilidad de enfrentar el entonces enigma del VIH-Sida, volver común el uso del condón, anatema para sectores muy conservadores. Logró que México fuera pionero en ese ámbito. En el sismo del 85 los mexicanos encontraron a un Secretario de Salud inmerso en la emergencia. Soberón es un caso notable de un profesionista que no se ahoga con las tormentas presentes y, a la vez, es capaz de prevenir las futuras. Es un hombre de instituciones: lo que trasciende no es el voluntarismo, sino la creación de estructuras capaces de perdurar en el tiempo y con rumbos definidos. Pero no piense el lector que sus memorias son un aburrido informe burocrático, para nada. Se trata de un libro salpicado de anécdotas con los sindicalistas, con los presidentes, con quienes quisieron intervenir desde fuera en la vida de la UNAM y, por supuesto, con los Pumas. Pero siempre habla el hombre de familia, el individuo que nos cuenta su historia y, además, la narra muy bien.

Esa historia es, de alguna manera, la historia de un México con servidores públicos de primera que también existieron y existen, seres visionarios, honestos, sencillos sin los cuales no podríamos comprender el complejo México de hoy. GSA no necesita homenajes. Eso sí, merece por mucho la medalla de su colega Belisario Domínguez. GSA llega a los 90 años y es un gran ejemplo de entrega, de visión, de pasión. En días turbulentos como los que vivimos, puede parecer anticlimático hablar de un mexicano excepcional. Pero es al contrario: esos mexicanos son anclajes sólidos, faros que miran lejos y piensan en la construcción de un mejor futuro. No es poca cosa. GSA anda por allí con su sencillez habitual, sus enormes anteojos y su hoy inseparable bastón. Es real y también es México.

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