La inmortalidad está condenada inevitablemente al aburrimiento; tarde o temprano, nada habrá por conocer, por degustar, por soñar; todos los caminos habrían sido recorridos más de una vez; todas las querencias amadas hasta la finitud del amor; todos los oficios experimentados hasta el límite de ellos mismos; toda arte creada hasta el plagio… todo, todo salvo la muerte, la cual será siempre la incógnita eterna, inalcanzable y por tal motivo, insoportable; insoportable ante la sabiduría que se puede lograr como resultado de una vida eterna y en la cual, cualquier desconocimiento se magnifica, y en el que esa incógnita sobre aquello que sea que tras el umbral de la vida se encuentre ha de ser la mayor angustia posible. La condena a la inmortalidad es el eterno retorno, el vivir hasta el hartazgo una y otra vez todo, sin sorpresas, sin maravillas, sin importar cansancio o hastío, rompiendo con ello la magia de la vida, que al contar con la muerte al final, se torna en un encuentro permanente, en gozo intenso de hasta el más pequeño descubrimiento.
La maravilla de la vida es que siempre es continua, que no hay un día sin nada por disfrutar, por vivir, enseñar o aprender, padecer o disfrutar; cada momento en ella es único e irrepetible, cada risa, cada lágrima, cada asombro, cada bostezo están a la búsqueda de un nosotros, esos eternos infantes en la cosmología universal, en esta sinfonía que inició en un Big Bang y que canta la odisea del Universo, pues en nuestra mortandad y sobre todo nuestra brevedad de ser, nos convierte en nóveles infantes, siempre con la inquietud de saber, de descubrir, de conocer; somos un "montón" de átomos integrados que un día decidieron pensar para hacer de nosotros los observadores del mundo, del todo y de la nada.
Y de pronto ocurre que la niñez se torna en el mejor momento que tenemos en la vida, es origen y destino, origen de todo sueño, destino de todo afán; y al llegar al epílogo de nuestro andar por el mundo, hemos de arribar a esos estadios primigenios del vivir, cuando lo más importante era reír, ser felices y descubrir las incontables repeticiones de nosotros mismos en nuestra, siempre acogedora, familia. En la niñez es que nos encontramos, es cuando descubrimos que somos únicos y que hay muchos otros únicos, que nos complementan, nos construyen y con los cuales siempre es grato aprender, compartir y convivir; colegas y querencias para toda la vida.
Cuando niños, iniciamos un camino de duda permanente, nos encontramos en un mundo enorme, atractivo, enriquecedor; donde todo es digno de contener, de aprender, de cuestionar, de saborear y disfrutar; en él, nada es absurdo y el ridículo no existe o al menos es la oportunidad de reírnos de nosotros mismos. Siempre hay respuestas, y ninguna de ellas es imposible o incongruente o errónea, pues el mundo que nos rodea puede ser todo y cualquier cosa, no tiene más límite que nuestros sueños. Las razones son simples, sencillas y obvias; esto último a pesar de la realidad que a veces, conforme acumulamos años en nuestra relación con ella, nos empeñamos en complicarla, en establecer incontables contras y obstáculos para entenderla y nos engolosinamos distorsionándola a nuestro antojo o nuestras limitaciones, esas limitaciones con las que nos escudamos y escondemos en nuestra adultez, esa edad tan llena de cuidados, temores, miedos y angustias que resulta de la lucha por ser diferentes que iniciamos en esa adolescencia mágica en la cual nuestra bandera y consigna es la rebeldía, bandera y consigna que claudica con los años, cuando el "deberser" nos empaña la vista y terminamos por alinearnos a aquello que combatimos al inicio de esos años mozos.
Vivir a plenitud es necesario, ello nos permitirá igualmente morir a plenitud, pero en ese inter, en ese esperemos largo, sinuoso y basto camino hemos de oficiar aquello que sea menester para que la niñez sea tal cual ha de ser, con tierra en las rodillas, con algunos moretones y raspones por las caídas de las cuales hemos de aprender a levantarnos; con sinsabores resultados de disputas con nuestros pares, con aquéllos que invariablemente hemos de aprender a negociar, a compartir. Donde ser niño sea la posibilidad de comportarnos políticamente incorrecto, pues todo es producto y resultado de las inquietudes y afanes de plenitud, sin malicia alguna y donde el satanizado bullying sea lo que antaño fue, un espacio para comprender, tolerar, negociar y respetar con los otros.
En la niñez, ya no hay tiempo para ser niño; la tecnología que ha traído comodidades y posibilidades se lo han llevado… ese espacio que ella nos da, esas áreas de confort que ha creado han alejado a padres y madres del tiempo para serlo, han confiado que una máquina será una buena sustituta de los abrazos y "te quiero" no dados, ni dichos.
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