"Esto de jugar a la vida es algo que, a veces, duele…" (E. Balleste)
La vida está llena de imágenes, de instantes que se tatúan en el alma, que permanecen, que regresan una y otra vez; algunos de ellos nos arrancan una sonrisa, a veces despiertan alguna lágrima, en otras ocasionan que algo en nuestro interior se sacuda, se desespere, se angustie, incluso a veces duele el recuerdo evocado.
Hoy, en estos tiempos en que la realidad se virtualiza, las imágenes tienen vida propia, se crean y recrean constantemente, haciendo vano todo intento de olvido. La información circula con una libertad cada vez mayor tornándose en una constante y siendo descubierta e interpretada miles de veces por una gran comuna de cibernautas que en la Red han encontrado el camino para viajar en espacio-tiempo a voluntad. Todo es "viralizable", se difunde a velocidades tales que hacen que la interpretación sea lo menos importante, pues estamos ávidos de consumir esas imágenes que hablan de instantes fundamentales.
1993 inició un viernes, fue declarado Año Internacional de las Poblaciones Indígenas del Mundo por la Organización de las Naciones Unidas; la revista Vuelta de Octavio Paz recibe el Premio Príncipe de Asturias, entra en circulación el nuevo peso mexicano que equivale a 1000 pesos, el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo es asesinado en el aeropuerto de Guadalajara, Michael Jordan anuncia su retiro, se aprueba el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Andrew Wiles soluciona el Último Teorema de Fermat, Nelson Mandela recibe el Nobel de la Paz y se estrena en los cines Súper Mario Bros, dirigida por Anabel Jankel… entre incontables hechos y suceso ocurrido aquel año, uno que viene a cuentas en esta imagen de hoy por una fotografía que conmocionó al mundo, que aún hoy lo hace y que cambió la vida de su creador.
En 1993, el fotógrafo sudafricano Kevin Carter viaja a Sudán, un país africano presa de la guerra y por la cual se desplazaron a hombres, mujeres y niños que vieron y vivieron la ausencia del respeto a sus más preciadas garantías. En la fotografía de Carter, se aprecia en un primer plano a un niño "moribundo", en el cual el hambre ha hecho estragos, la imagen nos abofetea la cara, sin fuerzas, con una rendición en que no cabe el menor apego a la dignidad, con un futuro trunco, un pequeño de tres años se arrastra por la tierra entre inmundicias, desperdicios y suciedad son su telón de fondo. Tras él, un buitre se encuentra presto, paciente, a la espera de que aquello que ha de ocurrir sea y darse un festín… tras la imagen, Carter primero y nosotros después, somos testigos de un instante que resume la crueldad de la guerra, el dolor que a veces la vida nos da.
Con esta fotografía, Kevin Carter recibió el Pulitzer y la censura y denuncia de una sociedad que vertió en él todas las culpas por la crueldad de la foto, por no hacer algo, porque se tomó el tiempo para disparar la cámara en el momento más dramático y dejar morir a un pequeño que sólo tenía tres años… Kong Nyong es el nombre de aquel pequeño, la foto fue tomada en un campo de refugiados de la ONU y en el instante de la foto los papás del Kong Nyong estaban haciendo fila para recibir la ayuda alimentaria que en ese momento estaba siendo distribuida; esto se supo después. Carter se suicidaría un año después preso de una realidad que lo superó; Nyong vivió catorce años más falleciendo de fiebre en 2007. Pero esa fotografía de 1993 todavía nos recuerda de la miseria que puede esconderse en el espíritu humano, un espíritu que pareciera no aprender.
2015, nuestro presente, iniciado un jueves y por designios de la ONU, Año Internacional de la Luz y las Tecnologías Basadas en la Luz y también Año Internacional de los Suelos… y la guerra sigue, a setenta años de las bombas en Hiroshima y Nagasaki; a doscientos años del fusilamiento de José María Morelos y Pavón, el "Siervo de la Patria", de una patria que aún no aprende a serlo, golpeada y vilipendiada por aquellos que debieran servirla y sólo se sirven de ella.
La fotografía es otra, el protagonista de igual forma que la anterior, un niño también de tres años, también desplazado por la guerra, sin futuro, sin patria, sin esperanza y cuyo último grito en la vida fue un "Papi, no te mueras"… tres años, Aylan Kurdi, sirio… y sigue el dolor, la desesperación, tristeza infinita que envuelve el alma y que grita en un llanto lacerante… ahora no hay un buitre atrás; los buitres somos todos, una sociedad que sigue fallando obcecada en visiones personales, que lucha por imponerla a los otros en una falacia burda y torpe llamada igualdad. Todos somos diferentes y esa es nuestra mayor virtud.
Aylan Kurdi, su hermano Galip y su madre Rehan, son tres de los miles de sirios que han muerto por el simple hecho de soñar con un lugar para ser felices.
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