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Adiós a la esperanza…

Raúl Humberto Muñoz Aragón

¿A dónde ha de ir un mundo en el que la esperanza es masacrada doscientas veces y todo sigue igual, nada cambia, la inmutabilidad permanece? ¿Cómo andar caminos nuevos cuando hemos truncando doscientas visiones del mundo? ¿A dónde va la alegría cuando son apagadas doscientas risas? ¿Qué sociedad estamos construyendo cuando se apagan doscientos futuros? ¿Cómo pedir respeto a nuestros ideales cuándo doscientos sueños son borrados de la faz de la Tierra? ¿Cómo reír cuando tenemos doscientas ausencias? ¿Cómo cantarle al mundo cuando el silencio abrumador de doscientas voces nos gritan su ausencia? ¿Cómo no llorar ante doscientos adioses?

La ilusión de mi vida, de la vida de mi mujer y junto con nosotros dos; de los abuelos, los tíos, los primos; es mi Maravillosa Miranda (valga el pleonasmo, porque simple y sencillamente me place y apetece hacerlo). El observar, el vivir la sorpresa con que ella descubre la vida, su derredor, esta realidad tan cotidiana para nosotros los grandes (esos tristes viejos en que nos hemos convertido y que vivimos olvidando) y tan extraordinaria para ella; sus risas que son la mejor melodía que mis oídos pueden disfrutar, sus profundas interrogantes que a sus casi cuatro años le asaltan con una frecuencia intensa, de su llanto que es el mejor motor para actuar siempre en favor de ella. La alegría con que disfruta cada instante del día; su placer por pintar o su amor por los libros o sus negociaciones, ésas que inician con sus dos manos en mis mejillas y con un "mírame papá, aquí estoy, hay que llegar a un acuerdo…", y tras de ella los argumentos más lógicos, precisos y concisos, siempre tras la consecución de aquello que está en su interés.

Para mi mujer y para mí, nada es más importante que ella, por ella hemos de estar bien ambos, en lo individual y en la pareja, en ella construimos, por ella nos esforzamos, es luz, destino y alegría. Velar sus sueños es un motivo perfecto para una noche plena, alimentar sus ilusiones el mejor afán para vivir, el negociar con ella una buena manera para conducirla a sí. Y esto que ocurre en mi familia, este flujo continuo de amor, admiración, respeto, entrega es, o debería ser cotidiano, una presencia permanente en cada hogar, en cada familia de este mundo tan nuestro como de los otros, de esos otros tantos e incontables seres vivos que comparten el andar por la vida.

Estoy más que cierto que lo que mi mujer y yo tenemos en Miranda lo tienen todos aquéllos que se han convertido con el paso del tiempo en padres y madres, de mujeres y hombres que día a día se enfrentan a este caos del vivir para "hacer" de nuestros hijos seres humanos que sobre todo sean felices; personas e individuos que rían al menor pretexto, por la mera dicha de hacerlo, de dejar manifiesto su amor por sí mismos y por esto que es vivir.

Sin duda que los niños son la gran esperanza para hacer de esta sociedad una mejor, una en la que las negociaciones sean en el sentido de establecer un orden para participar en el juego de la realidad; una que sea fácil ser solidario, en que compartir y escuchar sean las premisas fundamentales; una sociedad en que el respeto a las ideas, los sueños, los temores, incluso de los otros, sean siempre dignos de ser atendidos, escuchados y expresados, sin buscar la imposición de una visión sobre la otra.

Ante esto, ante la felicidad que cada niño lleva a un hogar, a un padre, a una madre, a un amigo, al futuro mismo, ¿qué hacer ante la brutalidad del hombre que lo lleva a cotas tan aberrantes como la masacre de doscientos niños? Y todo ello por burdos ideales que sólo saben destruir, por la búsqueda de estadios de confort personal, por la obsesión por el poder.

¿Cómo contener el dolor y las lágrimas que se agolpan al escribir estas líneas por esos niños que nos faltan hoy? ¿Cómo no llorar por la muerte de doscientas ilusiones de las cuales ni siquiera tenemos el nombre para recordarles? ¿Cómo dejar la pasividad para lanzar al mundo una oración por aquéllos que se han perdido en esas luchas mezquinas, bizarras, absurdas y estúpidas de una humanidad que demuestra una y otra vez de la brutalidad que puede alcanzar?

Se dice coloquialmente que la esperanza es lo último que muere, y que los niños son la esperanza del futuro; ¿qué hacer cuando matamos una y otra vez la esperanza? ¿Qué camino hemos de seguir si matamos la ilusión y la alegría de todo hogar? Alguna vez escribí que hay textos que duelen, que duele hacerlos, que carcomen el alma… éste es uno de ellos, y el dolor es intenso, profundo, continuo, permanente; no puedo imaginar qué han de haber vivido esos doscientos niños ante un destino tal. La vida a veces duele, y el dolor se multiplica cuando la esperanza muere. Vaya una lágrima por esos doscientos sueños aniquilados.

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