Poco antes de iniciar su gira por el Reino Unido, hace dos semanas, el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, reconoció en entrevista a un influyente diario británico que en México “hay una sensación de incredulidad y desconfianza” que se “muestra con sospechas y dudas”. Una declaración de este tipo era impensable en 2013 e incluso en los primeros meses de 2014, cuando el primer mandatario era aplaudido por una buena parte de la opinión pública nacional e internacional por las reformas que impulsó. Pero de septiembre pasado a la fecha, la desconfianza ciudadana se ha ido potenciando, atizada por varios factores a los cuales hoy se suman otras instituciones.
La tragedia de Iguala, en la que se vieron involucradas autoridades locales y estatales de Guerrero, parece marcar el parteaguas de la administración peñanietista. Y no obstante que el caso ha sido resuelto de forma oficial, las dudas persisten, sobre todo en sectores de izquierda, algunos radicales. Luego vino el caso de presunto conflicto de interés por las residencias que fueron adquiridas a empresas que han sido beneficiadas con contratos de obra en el gobierno del Estado de México, cuando el ahora presidente era gobernador, y en el actual gobierno federal. En este asunto, las explicaciones han sido poco satisfactorias y las medidas ordenadas para disipar las dudas -como el nombramiento de un secretario de la Función Pública- han sido blanco de cuestionamientos.
Pero también aquello que en principio era motivo de orgullo de la administración de Peña Nieto está siendo hoy motivo de crítica y disgusto. La reforma fiscal que se planteó en su momento como un engrane indispensable de la maquinaria para detonar el crecimiento económico, ha ido sumando voces en contra por las complicaciones y los costos que ocasiona, sobre todo a los micro, pequeños y medianos empresarios, quienes lejos de ver en ella un aliciente, la perciben como un obstáculo para su desarrollo. El otro engrane, la reforma energética -en la que Coahuila ha sembrado grandes esperanzas-, se encuentra detenido debido a la caída de los precios del petróleo, fenómeno que no sólo ha puesto en pausa la apertura del sector, sino también ha ido moderando las expectativas del ambicioso programa nacional de infraestructura presentado el año pasado.
En los últimos días, dos hechos han abonado a la incredulidad y desconfianza ciudadanas en sus instituciones que el presidente reconoce: el desacato abierto y sistemático del Partido Verde a los ordenamientos del Instituto Nacional Electoral, y la cuestionada elección de Eduardo Medina Mora como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En el primer caso, la actitud del partido de referencia vulnera la autoridad del árbitro electoral en un año crucial en el que será puesto a prueba por la concurrencia de comicios sin precedente. En el segundo, se manda un mensaje negativo desde Los Pinos y el Senado de que poco importa lo que un importante sector de la ciudadanía tenga qué decir respecto a los asuntos de la República.
Tiene razón el presidente cuando refiere que es momento de “reconsiderar hacia donde nos dirigimos”. Pero también es momento de que desde la cúspide del poder político, gobiernos y partidos, manden una señal contundente, con hechos más que con dichos, de que existe la voluntad de hacer las cosas de diferente manera. Una manera que contribuya a recuperar la confianza ciudadana en las instituciones.