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La cena

GILBERTO SERNA

Las redondas mesas cubiertas de manteles inmaculadamente blancos estaban atestadas de invitados. El jardín interior de la finca lucía discretamente iluminado. Arriba negros nubarrones amenazando lluvia impedían el paso del brillo lunar. En el fondo hondas ollas de barro, conteniendo delicias culinarias para el más exigente de los gourmets, mientras despedían tufos gratos para el cat cargadtos para el apetito que ya apuraba, descansaban sobre las parrillas al calor de las brasas llameantes. Una suave música con canciones de tríos de los años cincuenta ponía acento romántico a las fibras sensibles de los de más edad. Las jóvenes higueras producían un asombro a la imaginación con sus brevas escondidas entre las hojas grandes y lobuladas, pareciendo con su tronco retorcido recibir en sus ramas el peso del ahorcado, el del beso perjuro, traidor por antonomasia.

Veía sus rostros, jóvenes los más, de mis contertulios con un brillo de alegría en sus ojos, en un alborozo que no habían logrado empañar los sinsabores de los años, del que ha tenido suerte de no verse manchado con el estigma de la intrigante ambición, del que no lleva sobre sus espaldas el lastre de la envidia. Escuchaba sus alharaquientas muestras por el solo hecho de existir; sus inocentes bromas cargadas de la emoción que da el solo gozo de vivir.

Y un mundo de recuerdos me invadió de pronto: del Torreón de aquellos años, cuando las potencias mundiales escenificaban la segunda guerra mundial, aparecieron uno a uno los rostros de mis profesores añorados, cuya memoria la llevamos grabada hasta lo más profundo de nuestro ser. Hombres de temple de acero, de mirada bondadosa, como hubieron de ser los primeros misioneros que llegaron de la península ibérica.

Españoles a los que la guerra civil en su patria los había conducido al exilio trayendo como equipaje los amplios horizontes de una vasta cultura universal. Si tuviera, sin ofender su memoria -ellos me comprenderán- que rendirle un homenaje a Francisco Franco sería reconocerle el haber propiciado, aunque no fuera esa su intención, que hasta la niñez de ese tiempo a Torreón llegara una hornada de hombre sabios que en su sencillez trajeron el portento de su grandiosidad con que la simplicidad con la que se abre una puerta, ante el asombro de unos ojos infantiles, se penetró a todas las maravillas de todos los países, de todos los tiempos, de todos los pueblos. Y cómo no, si traían consigo la genialidad del que enseña platicando sueños que quedaron para siempre en las mentes vírgenes de una generación.

Después vendrían graves señores que aún lograrían influir en aquellos jóvenes ya forjados en las hábiles manos de quienes les mostraron que la imaginación no tiene más límite que la ignorancia, y que el cerebro puede ser tan grande como el propio universo que lo rodea.

Maestros a los que tanto debemos en nuestra formación profesional. Hombres sinceros de palabra fluida desentrañando los secretos de lo que significa dar a cada quien lo suyo. Fríos inviernos y calurosos veranos, con escalinatas de madera, en salones mal ventilados fueron nuestro refugio soñando con Solón, uno de los siete sabios de la Grecia Antigua.

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