Los escándalos recientes de corrupción y conflictos de interés, por su magnitud y por el golpe a la credibilidad de todo el sistema, parecía que orillarían a la clase política a hacer cambios. Pero no ha ocurrido así. No votaron en diciembre el sistema nacional anticorrupción diseñado por especialistas y presentado por el PAN, y tampoco hicieron públicas sus declaraciones patrimoniales. Al contrario, todos dan la impresión de querer olvidar lo ocurrido y regresar a lo de siempre. Ni siquiera cuando el Gobierno del DF se quiso colgar del tema para diferenciarse del de Peña Nieto presentando sus declaraciones patrimoniales, lo lograron. Y es que salieron con unos documentos tan incompletos e insuficientes que lo único que lograron es hacernos entender que las resistencias en transparencia son de la clase política toda, sin excepciones.
Es un hecho que no quieren o no pueden transparentar la relación entre política y dinero. ¿Por qué no? ¿Qué pasó en la política mexicana entre fines de los años 90 cuando el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas hacía públicas las declaraciones patrimoniales de su gabinete o cuando el PAN escandalizado por las cantidades que les entregaba el joven IFE iba a devolver dinero? ¿Y ahora?
Lo que sabemos es que hoy para ganar una elección se necesita mucho más dinero que lo que marcan como límite las leyes electorales. Y que ese dinero tiene que salir de alguna parte. En algunos casos seguramente se trata de dinero sucio: del narcotráfico, de los casinos y de otros fuentes ilícitas. Pero las más de las veces sale del dinero público. Es decir, es dinero desviado de los presupuestos locales o federales, de lo que reciben los grupos parlamentarios, de obras infladas, de compras ficticias.
Se invierte (mucho dinero) para llegar al poder y una vez ahí se aprovecha la laxitud de las reglas y la falta de controles efectivos sobre el gasto para desviarlo e invertirlo nuevamente en otra elección o para "apoyar" a su partido o camarilla en otras precampañas o campañas. Tenemos el ejemplo extremo de los ríos de dinero que corrieron en las precampañas perredistas para delegados en 2003, ahí acabó parte del dinero que Carlos Ahumada le dio a Bejarano.
Alcanza para todo: para mantenerse en el poder, para ganar elecciones, apoyar amigos, construir tribus y hacerse rico.
Este sistema funciona porque no se ha logrado fiscalizar efectivamente las campañas, pero sobre todo porque no se han puesto suficientes controles y candados en el uso del dinero público en estados y municipios. Las pruebas están a la vista, sólo hay que revisar cómo han aumentado los recursos que manejan los estados, sus niveles de endeudamiento y la falta de transparencia de su gasto. O ver el aumento del presupuesto destinado a todos los congresos.
Sólo cuando se logre cerrar esa llave, y ojalá sea muy pronto, se volverá imposible seguir reproduciendo este oneroso sistema de competencia política.
Pero los políticos no lo ven así. Y no es sólo porque todos sean corruptos o que esto sea un problema de avidez. Sin duda hay muchos que han visto en la política así practicada un negocio muy redituable y se han enriquecido escandalosamente, pero otros simplemente juegan con las reglas del juego disponibles. En cualquier caso todos minimizan los efectos devastadores que tienen estas reglas y no parecen dispuestos de buena gana a cambiarlas. La opacidad les da márgenes de discrecionalidad y libertades a las que no quieren renunciar.
Sí se incomodan cuando se les hace ver que cada peso gastado en esa desenfrenada y loca carrera en la que han convertido las campañas se traduce en un niño que no recibió atención médica, o una mujer que no pudo ser trasladada a tiempo a un hospital o en una escuela sin agua, pero nada más. En la próxima campaña cuando teman que su adversario les lleva alguna ventaja, cuando una encuesta los muestre abajo recurrirán a todo lo que esté a su alcance así sea el dinero del Seguro Popular.
Por eso para cambiar esta vez no se necesita un partido, o un líder político carismático sino una sociedad organizada, empecinada y exigente.