Como si el daño provocado por el crimen no bastara para empeñar el esfuerzo en reconstruir la civilidad y la paz, la concordia nacional, los tres principales partidos no cejan en acreditar un absurdo: la violencia y el cinismo como recurso natural de la política.
Ocho años de violencia prohijada por el crimen y alentada con la tonta y continua estrategia del calderonismo han sido insuficientes para que los partidos que, hasta hoy, hegemonizan el poder ofrezcan a la nación un horizonte distinto al del hundimiento político y social. No, no han reparado en el hecho y ahora son parte del problema, no de la solución.
Lejos de reconocer que toda democracia aspira a garantizar y expandir derechos y libertades, ellos los restringen al echar mano de la violencia. Violencia que practican de manera autónoma o, a veces, asociada con el crimen, sin advertir que la legitimación de ese recurso es una invitación a la barbarie sobre todo, ahí, donde la situación social o política resulta insoportable.
En las trampas del lenguaje, la clase política pretende darle un significado distinto a la extorsión del moche, al robo de la corrupción, al delito del abuso, al territorio del distrito, a la venta de protección del derecho de piso, a la impunidad del fuero... juego de palabras para crear una ilusoria diferencia entre el crimen y la política cuando su raíz es la misma.
Tal denigración de la política ha perdido su disfraz en la campaña electoral en curso. Con menos tiempo para vestir sus operaciones, los tres principales partidos han dejado al desnudo que su aspiración por el poder carece de proyecto, es simple ambición de poder o de dominio del territorio a la luz de la posibilidad de tener al alcance de la mano las arcas nacionales o las palancas del enriquecimiento grupal o personal. Sin ropaje, exhiben descarnadamente su miserable concepto del poder.
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En esa lógica, donde el civismo se confunde con el cinismo, el pudor sobra y sin pena cada partido protege a los suyos sin importar las cuentas que deban.
Al gobernador Ángel Aguirre Rivero lo encubre el perredismo, al gobernador Fausto Vallejo lo encubre el priismo, al diputado Fernando Larrazábal lo encubre el panismo y, así, de común acuerdo, diluyen el eventual vínculo entre crimen y política. El mayor castigo que llegan a recibir es pasar a la banca con licencia y fuero, rogando al tiempo condecorar el delito cometido con el olvido eterno.
La subcultura donde la solidaridad política empata con la complicidad criminal se ha expandido mucho más allá de los partidos y, ahí, es donde se explican muchos nuevos roles. Los magistrados electorales como abogados contratados por el Partido Verde. Los secretarios de Gobierno como jefes de campaña de su partido. Los secretarios de Desarrollo Social como distribuidores de despensas, láminas o tinacos en la cruzada por el voto, a partir del hambre o la necesidad sostenida. Los secretarios de Hacienda o Finanzas como magos de la transferencia de recursos del gobierno a su partido. La dirigencia verde como osado inversor que viola la ley y paga la multa, a título de capital semilla de la prerrogativa futura. Los legisladores como mercaderes de su voto a favor o en contra de tal o cual iniciativa. Los Chuchos como víctimas.
Ya no hay ideologías, sino monederos. Ya no hay acuerdos, sino transas... y, desde luego, el uso de la fuerza con arma larga o cachiporra en ristre, cuando el arreglo no garantiza las canonjías previstas en el concurso.
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La distancia entre los partidos se ha acortado y, en el apretujamiento por conservar o ampliar dominios, la violencia o el oprobio modifican hasta la geografía: Chilapa, Guerrero colinda con la delegación Cuajimalpa, Distrito Federal; San Blas, Nayarit con Xalapa, Veracruz...
La afrenta de algunos candidatos a la ciudadanía se presenta como una puntada. Levantarle en público el vestido a una mujer, confesar que se robó un poquito, buscar un doble sin derechos sobre la esposa, resultan chistosadas que, en otros niveles, justifican recibir favores del amigo contratista. La distancia del piso al techo del cinismo y la perversión política también se cierra.
Todo se justifica entonces. El espionaje de la comunicación telefónica o de la vida privada del contrincante resulta utilísima herramienta en la lucha por desprestigiarlo. Así, un delito se combate con otro delito, bajo el claro entendido de que la comisión de ellos no tendrá consecuencia penal porque la materia de fondo es ganar un concurso, no combatir el crimen.
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Lo más curioso del concurso por la degradación política es que, en las grandes ligas de la clase dirigente, no se juega lo que el menú electoral del día ofrece. No, no se juega el 2015, sino el 2018.
Nada de candidez, así lo diga el diccionario, hay en los candidatos y sus mánagers. No sólo pretenden gobernar o representar a tal o cual porción de la ciudadanía, quieren asegurar territorios y presupuestos para fincar la plataforma de lanzamiento de ellos mismos, su jefe o su padrino a la Presidencia de la República. Ejercicio que, en el marco de la degradación, no supone construir esa plataforma, sino más bien destruir la del eventual adversario. Es la política de la demolición.
Por eso, pactada o no, pero sí disfrazada de confrontación, los gobiernos federal y capitalino, el priismo y el perredismo, no compiten entre sí sino en contra del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Si tu enemigo es mi enemigo, ambos somos amigos y ya después veremos. Por eso tanto conflicto, despensa, violencia en la misma capital de la República... y no otra cosa ocurre en los estados que ponen en juego su gubernatura. Ajustan el juego, pero es el mismo.
Se trata de ganar un cargo o representación, pero también de eliminar al posible adversario que pretenda llegar a la grande...
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El acortamiento de la campaña ha provocado un efecto colateral imprevisto, a partidos y candidatos no les da tiempo de ponerle disfraz a la degradación de la política y, entonces, se parecen mucho entre sí, además de emparentarse con el crimen.
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