La diversión de morelear
Pasear por la Morelos es un esparcimiento citadino que convoca y satisface a la diversidad social que constituimos. La escasez de actividades similares a lo que llamamos “fiesta” lleva una masa heterogénea, cada primer sábado de mes, al arroyo, a las banquetas y a otros espacios de la Morelos.
Desde los ranchos, las ciudades cercanas, los barrios pobres, las colonias residenciales y los “desarrollos” de potentados, la gente empieza a llegar a la avenida Morelos para solazarse con los innumerables motivos de diversión que se establecen en la calle o se desplazan por sus espacios.
La variada masa social que confluye en la Morelos no es por supuesto la sociedad sin clases teorizada por el marxismo y las mentes guiadas por la justicia radical aunque sea más indiscriminada que la aglutinada en el estadio del Santos o en las peregrinaciones que culminan el doce de diciembre.
En el estadio del futbol se compran los asientos según la capacidad económica. Los estratos sociales se hacen notar aunque todo el respetable se vista con los mismos colores; en las peregrinaciones sólo el fervorín religioso hace desfilar a patrones y sus familias junto a los asalariados.
La indistinta caminata del primer sábado del mes, el morelear, se parece a las peregrinaciones guadalupanas en que caminan hombro con hombro (es un decir) quienes podrían andar gastando miles de pesos en Galerías y quienes van de básicas compras a la Hidalgo o, cuando mucho, a la Soriana.
Parece que unos y otros obedecen la orden de caminar por el lado norte del camellón de la Morelos, de oriente a poniente; de desplazarse de poniente a oriente por la carretera sur de la fila de palmeras. Y comen lo mismo en las vendimias de alimentos de Morelos y Cepeda, extremo oeste de la ruta.
En esta punta del paseo se mezclan -como los niveles sociales-, los olores de hamburguesas, lonches de adobada, pasteles merengados, tacos de bisté y la gente ocupa los muebles portátiles de plástico, o se sienta a consumir su ingesta en el filo de la banqueta o recargada en la pared.
En otros rincones de la Morelos se ofrecen muy diversas cosas para satisfacer el ansia de consumir, desde artesanías jipis hasta cachorros, desde panecillos caseros hasta libros. La efervescencia del convivio y el recreo estimula lo mismo al mercado improvisado que al establecido.
En alguna acera, músicos esperan que les caigan dos o tres maravedís en el sombrero; en distinto espacio, ruidosos conjuntos tocan y cantan gratis, igual que los chavos que bailan dando saltitos en uno y otro pie antes de hacer sus piruetas en el piso pulido de la columna dedicada a Benito Juárez.
Todo es espectáculo en la Morelos de Moreleando: las bellas muchachitas que merecerían ir por la alfombra roja, los hombres de mirada anhelante, los jóvenes -donceles y ninfas- de arreglo estrafalario, los grafiteros que aprovechan el permiso, los malabaristas con y sin propina.
Es espectáculo el mismo tumulto con sus grumos y sus desplazamientos; es de gozar la ebullición de la masa reunida en el crepúsculo del sábado veraniego o de la noche invernal temprana y llega el momento en que es tan espesa que impide andar en patines, patineta o bici.
Con el tiempo se va adelgazando la columna que desfila por los dos cauces de la enpalmerada avenida Morelos. Se diluyen los grupos de paseantes, los de vendedores, los que ofrecen espectáculos. Un rato más y la avenida ostentará una cara barrosa y espinillenta por la basura.
Las individualidades regresarán a casa relamiéndose de gozo, iluminadas de ilusión, satisfechas de lo conquistado, con una nueva esperanza o con la esperanza desecha, con la soledad enconada, con la frustración aumentada. El siguiente mes el morelear se erigirá como nuevo crisol para amalgamar fugazmente estratos sociales.