La semana pasada, la agenda internacional estuvo dominada por los atentados terroristas en Francia que dejaron una veintena de muertos y decenas de heridos. Estos hechos abren un nuevo y difícil capítulo en la historia de la relación de Occidente con el Medio Oriente. Las implicaciones que tiene el ataque perpetrado por un grupo de presuntos yihadistas van más allá de la visión reduccionista del enfoque del llamado “choque de civilizaciones” y representan un enorme desafío para los estados nación de corte democrático liberal.
Independientemente de las críticas que puede haber sobre la forma ácida en la que el semanario Charlie Hebdo caricaturiza a personajes políticos -tanto de izquierda como de derecha- y religiosos -no sólo musulmanes-, es injustificable y totalmente condenable la matanza llevada a cabo por los presuntos extremistas, vinculados con Al Qaeda y el Estado Islámico, según las primeras investigaciones. La libertad de expresión es uno de los principios fundamentales de los regímenes democráticos, protegida por sus constituciones; aunque, hay que decirlo, hay gobiernos que se asumen liberales que han perpetrado también atentados contra esa libertad y que han puesto por encima de esos principios sus intereses económicos a la hora de establecer relaciones con estados en donde las garantías individuales han sido suprimidas.
Francia, y una gran parte del mundo, se enfrenta hoy a la decisión de qué postura asumir frente al Islam y frente a las manifestaciones violentas del fanatismo que se da dentro del contexto de esa religión, pero no sólo ahí. Y es necesario no perder de vista que dichas manifestaciones violentas no son exclusivas de las sociedades en donde la mayoría siguen los preceptos del profeta Mahoma. Es aquí donde radica el primer gran desafío. Juzgar a todos los musulmanes por lo que hacen unos cuantos no sólo es simplista y obtuso políticamente, sino también peligroso ya que puede llevar a una radicalización aún más profunda de la comunidad internacional, que es lo que los extremistas buscan. Y en la lógica del extremismo sólo hay cabida para la imposición, la intolerancia y la aniquilación.
Por otra parte, los ataques en París representan también un desafío para el modelo de estado aplicado en naciones como Francia. La creciente migración musulmana hacia los países desarrollados, en donde la mayoría de quienes llegan procedentes de países islámicos buscan mejorar su nivel de vida, ha planteado problemas de inclusión que los gobiernos no han sabido resolver. El caso de los hermanos Kouachi es sintomático: ciudadanos franceses de nacimiento con una historia de marginación que propició su involucramiento en actividades criminales y que, luego, buscaron la redención en las filas de grupos islámicos radicales dirigidos por líderes que promueven el fanatismo. Esta realidad no convierte a los hermanos Kouachi en inocentes: su acto es reprobable por donde quiera que se le mire; pero sí debe mover a la reflexión sobre lo que está fallando en términos de política social en regímenes como el francés.
La manifestación multitudinaria de ayer en París y otras ciudades de Europa es un acto de unidad y de condena frente a la violencia terrorista, y en eso no puede haber marcha atrás. Pero también esa condena debe extenderse hacia los atentados sangrientos que se registran en otros países como Nigeria, en donde en la última semana, según reportes periodísticos, el grupo extremista Boko Haram asesinó a 2,000 personas, la mayoría niños, mujeres y ancianos; o en Siria, en donde, según estimaciones, 200,000 personas, la inmensa mayoría civiles, han perdido la vida en una guerra que parece no tener fin. Todos estos trágicos acontecimientos deben generar un profundo análisis sobre las fallas del modelo democrático liberal y los cambios que es necesario hacer. Y ahí es donde la sociedad occidental, y en general la internacional, encuentra su encrucijada.