Quince años se cumplieron de la alternancia en la Presidencia de la República y, tan dados a conmemorar las efemérides blancas y negras de nuestra historia, la fecha nada les significó a los dirigentes políticos. Pasó de noche como, quizá, de noche pasaron tres lustros.
Ningún manual político garantiza un cambio con mejora a plazo fijo, pero quince años no son una minucia. Menos en un país donde, desde hace casi medio siglo, el reclamo ciudadano es participar con consecuencia en las grandes decisiones nacionales. Hoy, los protagonistas y los herederos de la alternancia no pueden ver a los ojos a la ciudadanía y decirle: la transición ha concluido, la democracia se ha consolidado.
No pueden por una razón obvia, dicha y repetida: parieron una alternancia sin alternativa. Y, ahora, en el segundo ensayo, modifican sin corregir la postura: la alternancia no implica alternativa, sólo organiza turnos en el ejercicio del no poder. Les fascina la experiencia, no el resultado. Administran, no gobiernan. Intentan, no realizan.
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En México se acostumbra abrir, no cerrar capítulos. Los episodios históricos se escriben y borran, se reforman y contrarreforman porque la vocación no es decidir y resolver. El nombre del juego es contener, no liberar; aguantar, no soltar; concesionar, no otorgar; paliar, no solucionar... y, en la primera oportunidad, fijar por nueva meta la anterior. No en vano la tentación restauracionista, la afición por jugar serpientes y escaleras, ganar aunque se pierda.
La Constitución es el santuario del anhelo; el reglamento, el infierno de la posibilidad. Se venera el precepto consagrado que se deshonra en el artículo reglamentado.
Sobran ejemplos del divorcio entre la idea y la práctica política. Se garantizan las candidaturas independientes, pero se entorpecen en el renglón de abajo. Se incorpora el referéndum, pero se anula en el trámite requerido. Se repudia el dinero sucio en las campañas, pero se lava en el ejercicio del gasto. Se inscribe la reelección como instrumento de control ciudadano, pero la predeterminan los partidos. Se elevan al nivel internacional los derechos humanos, pero se abaten -vaya palabrita- en el piso.
Desde luego, quienes han hecho del gradualismo reformista la fe de su esperanza política y la religión de su paciencia democrática juran que el país ha avanzado muchísimo. Los maratonistas del cambio a paso lento y sin certeza saltan de gusto ante el milimetraje recorrido. Tanto se entusiasman que no falta quien dice que nos va mal, porque vamos bien. Hay que ajustarse el cinturón, aunque no se tengan pantalones.
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En la filosofía de lo bueno, poco, los protagonistas, los herederos y los porristas de la alternancia sin alternativa han hecho del reduccionismo la gloria de su esfuerzo.
No cejan en reducir el régimen democrático al régimen electoral, la elección a la jornada electoral, el ciudadano a elector y la política a la transa o, en el mejor de los casos, al acuerdo cupular. Pa' qué más, si así estamos a gusto sin movernos demasiado.
Tan lejos llevan su beatitud que sólo así se explica por qué miran al primer ministro griego, Alexis Tsipras, como un populista demagogo. Sin decirlo aceptan el sometimiento de la democracia nacional al dictado del organismo supranacional sin legitimidad derivada de las urnas. Llevar a referéndum las condiciones impuestas al rescate financiero es traición, deslealtad a la modernidad global del autoritarismo económico. Qué rayos tienen que opinar los griegos sobre su desastre, pagar y callar les corresponde. Punto.
Disminuida la democracia a un proceso electoral y éste a una jornada electoral sin efecto en la toma de decisiones y el rumbo a seguir, la democracia nada tiene que ver con lo demás. La falta de empleo, educación, salud y seguridad es destino manifiesto, producto de una tradición secular, no de una democracia defectuosa. Problema cultural, propio de la condición humana. Ni modo.
Tal visión les permite justificar sin pena ni rubor por qué a los niños de la calle les gustan los cruceros o jugar al secuestro o convertirse en sicarios; por qué los viejos enfermos piden limosna, en vez de encerrarse en la casa que no tienen; por qué a las madres se les ocurre parir en los baños, las salas de espera o los jardines de las clínicas y no en los quirófanos; por qué los delincuentes se quejan de la policía, por qué los pobres con hambre se muestran satisfechos; por qué los muertos y los desaparecidos no guardan silencio; por qué los baches en las ciudades y las fosas en el campo y, desde luego, por qué tanto político con los bolsillos rotos de tanto meterse dinero. Por qué tanto tanto.
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La reducción y desconexión de la democracia del resto del acontecer social justifica el tenaz desarrollo del teatro del absurdo en el país.
Un disciplinado empleado investiga sin temor si su jefe se conduce con honestidad. Un secretario de Estado asume de oficio la defensa del contratista cuestionado. Un juez sirve de ariete en la impartición de venganza a un adversario. Un procurador averigua qué expedientes políticos hay que cerrar. Un compadre, bien amigo, se disfraza de ministro. Un operador o dirigente político derrotado exige un premio al esfuerzo. Un dirigente sindical ofende a sus agremiados.
La política desaparece entonces. Se compran voluntades, se alquilan servicios, se patrocinan ambiciones o se canjean votos a costa del desvertebramiento nacional. Nada más barato que eso y para qué van a servir los recursos públicos, si no es para eso.
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Quince años han transcurrido de la alternancia sin alternativa, más de veinte del aciago 1994, casi treinta del fraude del 88, casi medio siglo del 68 y el paso del tiempo pero, sobre todo, la imposibilidad de gobernar nada les dice a los políticos. Lo suyo es jugar y competir entre sí, andar de gira o de campaña, ganar elecciones a como dé lugar sin que ello suponga conquistar gobiernos y mucho menos ejercer poder, basta sentirlo y acariciarlo.
La cosa es pasar el rato... la historia, pues. Qué son quince años si, en principio, hay muchos más.
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