El voto sirve. El del 7 de junio sirvió porque dolió. La elección más reciente cuenta porque deja, en efecto, lastimados. Habrán salido todos los dirigentes a mentir con la estadística y decir que, a su modo, ganaron. Que no les fue tan mal. Compararán esta elección con la votación que les acomode para inventar una justificación ante el descalabro. Lo cierto es que hay perdedores, que se emitieron señales de alerta, que hay amenazas y castigos.
En la superficie de la elección federal se podría ver un voto conservador. Un respaldo tímido, pero al fin y al cabo claro a la coalición presidencial. El PRI pierde algunos puntos, pero su aliado gana otros. A final del día, los partidos que secundan al presidente tendrán mayoría en la Cámara de Diputados. No es poca cosa. Peña Nieto, un gobernante particularmente impopular, rompe el hábito del castigo a los presidentes a la mitad de su mandato. Desde la histórica elección de 1997, todos los presidentes habían sufrido la elección de los tres años: Zedillo, Fox y Calderón fueron castigados por los electores a la mitad de su sexenio. Peña Nieto puede presumir que rompió esa maldición. Mal haría la presidencia, sin embargo, en interpretar la votación como un festejo de su gobierno. El PRI se benefició sin duda, de la torpeza de sus opositores y de las divisiones de la izquierda. Ratificación de la tenacidad del voto priista, esta elección muestra también la enorme dificultad que tiene ese partido para elevarse de su piso. Si el presidente puede estar satisfecho por la presencia de sus leales en la Cámara de Diputados, los priistas deben estar preocupados por lo que esta elección les anticipa.
La mesa de 2015 estaba servida para el principal partido de oposición. Las condiciones eran inmejorables para el PAN: un presidente desacreditado, escándalos de corrupción, economía estancada, persistencia del crimen. La opción natural de los votantes para expresar descontento era el antagonista inmediato. Pero el PAN no se ubicó ahí, como la opción disponible del castigo. El recuerdo cercano de sus administraciones, la corrupción de importantes figuras del panismo, la poca claridad de su mensaje explica la desconfianza de los votantes. Su presidente dirá misa, pero el PAN sigue encogiéndose en la Cámara de Diputados.
El gran triunfador de la elección de 2015 es, sin duda, Morena. El partido de López Obrador se convierte, desde su primera elección, en el nuevo referente de la izquierda mexicana. Es cierto que no iguala los votos del PRD ni lo empata en representación legislativa. Lo rebasa, sin embargo, como símbolo. El viejo partido se desploma, el nuevo partido brinca. El primer golpe de Morena fue electoral: con votos arrebató el control político de la Ciudad de México, se llevó la mitad de sus legisladores, lo superó en una buena cantidad de estados.
El segundo golpe apenas empieza a sentirse. La debacle electoral provoca una severa crisis del liderazgo en el PRD. 2015 ha lanzado al partido fundado por Cuauhtémoc Cárdenas a una crisis quizá terminal. La aparición de una nueva fuerza política en el flanco izquierdo con probadas posibilidades presidenciales pone en jaque al PRD, burocracia incapaz de liderazgo que no parece capaz de encender ninguna ilusión. Morena partió la izquierda, es cierto. No es improbable que se la trague dentro de un par de años. La unidad es posible por vía de la absorción.
En las elecciones locales prevalecieron las mudanzas. Votar para castigar al partido en el poder. En Nuevo León no se castigó solamente al partido del gobernador, se castigó a los partidos que se han alternado la gubernatura. El ascenso de los independientes rehace el mapa político del país. Sin exageración puede decirse que las elecciones no volverán a ser las mismas. Se ha abierto un nuevo canal de participación política, un eficaz desahogo de hartazgos. Como toda institución, la política de los sin partido tiene virtudes y peligros. Airea la política. También le lanza nuevos desafíos. Como bien demuestra la elección de Nuevo León, las candidaturas independientes no están libres de perversiones ni de farsas. Y nos recuerda también el trecho que existe entre una campaña exitosa y un buen gobierno.
Curiosa paradoja: una de las peores campañas de nuestra historia ha desembocado en una de las elecciones más interesantes y trascendentes de nuestra breve vida democrática.