Sus ojos revelaban un cansancio infinito que describía mejor que cualquier palabra su estado de ánimo. Con sus manitas estiraba sus largos cabellos, ora de un lado ora de otro. Era apenas una niña con vestidito de falda hasta los tobillos. Sentada encima de unos bultos cubiertos con un tejido de palma brilllante nadie la apañaba. La estación del ferrocarril se encontraba pletórica de personas que deambulaban de un lado a otro de la plataforma donde la máquina resoplaba chorros de vapor semejando un monstruo antediluviano, en un momento de descanso en el que los pasajeros aprovechaban para hacer sus compras, tomar un refresco, estirar las piernas en tierra firme o simplemente fisgonear en esa temprana mañana en la que arribamos a Aguascalientes.
Siempre que regresaba de la Ciudad de México, después de una noche eterna semidespierto entre las cobjias del coche dormitorio sentía el bamboleo estrepitoso, los cambios de ruido al atravesar un puente o los altos en una vía de desvío o en un pequeño villorrio que dormía mansamente abajo en una hondonada, brillando pequeñas luces que lo descubrían en medio de las tinieblas de la noche. Adivinaba un escenario encantador que me hacía suspirar imaginando con encontrar la vida suave de nuestra provincia, personas bondadosas en cuya almas no se había posado la desconfianza que es la ponzoña que divide a los hombres.
Hacía frío en esa húmeda mañana. Al mirar su carita, cocida en el barro de nuestra raza, sentí un raro estremecimiento. La congoja velaba su rostro en un rictus imposible de descifrar.
Desde luego, nada gano con contar aquí una mentira. Lo que ahí sucedió sólo yo puedo contarlo. Si me atrevo a hacerlo ahora es porque en el transcurso de los años muchas dudas han empezado a surgir en mi alrededor al empezar a estar consciente del poco tiempo que en una vida los humanos permanecemos en este valle, que el poeta llamó de lágrimas. Hace apenas cincuenta mil millones de años nuestros ancestros, los monos gibones, fueron los primeros balbuceos de la naturaleza para crear a la más feroz de sus creaturas y aun no podemos contradecir razonablemente que no hayamos sido una casualidad. Nada sabemos salvo que nos refugiemos en el misticismo de una creencia que nos hable de la existencia de un más allá.
Me acerqué a darle una moneda que cogió ávidamente sin cambiar el aspecto de su carita. Entonces le dije algunas cosas que todos decimos a los niños. No creí sacarle palabras de agradecimiento cuando para mi sorpresa empezó a hablar, escuché una dulce vocecilla con un dejo de acento indígena. Salía de su mutismo preguntándome si yo creía en la transmigración de las almas, pero no me dejó contestarle. Dijo estar en su primera reencarnación, que sin estar dotada de poderes sobrenaturales sabía quién había sido antes. Odiaba recordar porque al saber de su vida anterior el horror de pasadas emociones no la dejaba tranquila.
La máquina lanzó un agudo silbido empezando a moverse. Subí al carro que me alejó del lugar. La estación quedó atrás.